miércoles, 11 de junio de 2014

MILAGRO DE SAN ANTONIO



Vicente Blasco Ibañez

Hacia años que Luis no habia visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.
A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pe¬ro él, en vez de meterse en la cama, habia cambiado de traje y se dirigia a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.
Al volver a su casa, después de amanecido, le habian entregado una carta traida en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenia con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenia asi. Parecia que era ella la que le escribia, citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!
Haciale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venia a turbar las alegrias de su vida de soltero, o, como decia él, de marido emanci¬pado. ¿Qué haria ella a tales horas? Cinco años que no se veian, y ape¬nas si tenia noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabia que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residia largas temporadas en Madrid, nunca se habian encontrado. Esto no es Paris ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los dias a la hora en que, el frac arrugado y la pechera abombada, se impregnan del polvo que le¬vantan los barrenderos y del humo de las buñolerias.
Se casaron muy jóvenes, casi unos niños, y los revisteros munda¬nos hablaron mucho de aquella hermosa pareja que todo lo tenian para ser felices: ricos y casi sin familia. Primero, los arrebatos de pasión:
una dicha que, encontrando estrecho el elegante nido de los recién casados, paseaba su insolencia feliz por los salones para dar envidia al mundo; después, la monotonia, el cansancio, la separación lenta e in¬sensible, sin dejar por esto de amarse; a él le atraian sus amistades de soltero, y ella protestaba con escenas y choques que hacian odiosa para Luis la vida conyugal. Ernestina quiso vengarse, haciendo sentir celos a su marido; se entregó con entusiasmo a tan peligroso juego, y tuvo sus coqueteos comprometedores con cierto attaché de Legación americana, que hasta alcanzaron visos de infidelidad.
Bien sabia Luis que la cosa no tenia malicia; pero, ¡qué demonio!, él no servia para casado, le abrumaba aquella vida, y aprovechó la ocasión, tomando el asunto en serio. Con el americano se arregló, pro¬pinándole una estocada leve. ¡Pobre muchacho, qué gran servicio le habia prestado sin saberlo! Y de Ernestina se separó sin escándalo, sin intervenciones judiciales. Ella, con sus parientes, con quien le diese la gana, y él, otra vez a su cuarto de soltero, como si nada hubiera pasado y sus dos años de matrimonio fuesen un largo viaje por el pais de las quimeras.
Ernestina no se resignaba, y se revolvió, queriendo volver a Luis. Le amaba de veras; lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero, aun cuando esto halagaba a Luis, provocaba su indignación como una amenaza a su libertad, milagrosamente recobrada. Por esto oponia la más terminante negativa a los señores respetables, antiguos amigos de la familia, que su mujer le enviaba como embajadores; ella misma thé varias veces a la casa, sin conseguir que le franqueasen la puerta, y tan tenaz era la resistencia de Luis, que hasta dejó de asistir a ciertas reuniones, adivi¬nando que alli protegian a su esposa, y algún dia procurarian que se encontrasen casualmente.
¡Bueno era él para ablandarse! Era un marido ultrajado, y ciertas cosas, ¡vive Dios!, nunca se olvidan.
Pero su conciencia de buen muchacho le replicaba con dureza:
«Tú eres un pillo que finges ultrajes por conservar tu libertad. Te pre¬sentas como marido infeliz para seguir soltero, haciendo infelices de veras a otros maridos. Te conozco, egoista.»
Y la conciencia no se engañaba. Sus cinco años de emancipación habian sido para él muy alegres; sonreia recordando sus éxitos, y ahora mismo pensaba con fatuidad en aquella desconocida que le aguardaba:
alguna mujer que él habria conocido en los salones y tenia interés en rodear de misterio su pasión. Ella habia tomado la iniciativa con una carta insinuante; después mediaron preguntas y respuestas en las planas de anuncios de los periódicos ilustrados, y, por fin, aquella cita, a la cual acudia Luis con la ansiedad que despierta lo desconocido.
El carruaje se detuvo ante San Antonio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña a su cochero de que esperase. Habia entrado a su servi¬cio, cuando él vivia aún con Ernestina; era el eterno testigo de sus aventuras, le seguia fiel y obediente en todas las correrias de su viudez; pero pensaba con envidia en los pasados tiempos, deseando trasnochar menos.
Buena mañana de primavera. La gente alegre gritaba en los me¬renderos; pasaban por entre la arboleda, rápidos como pájaros de colo¬res, los encorvados ciclistas con sus camisetas rayadas; por la parte del rio sonaban cornetas, y sobre el follaje, enjambres de insectos ebrios de luz, moscardoneaban, brillando como chispas de oro. Luis, influido por el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas, venian a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. ¡Aquéllos eran buenos tiempos!
Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del tranvia y se dirigia al encuentro de Luis. Vestia de negro, y el velillo del sombrero cubria su cara. Esbelta y de gracioso andar, sus caderas movianse con armónica cadencia, y a cada paso resonaba el frufrú de la fina ropa interior.
Luis percibia el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo. Si; era ella. Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó antes que su vista.
¡Ernestina!
Creyó en una traición. Alguien habia avisado a su mujer. ¡Qué si¬tuación tan ridicula! ... ¡Y la otra que iba a llegar!
-¿A qué vienes?... ¿Qué buscas?
-Vengo a cumplir mi promesa. Te cité a las diez, y aqui estoy.
Y Ernestina añadió con triste sonrisa:
-A ti, Luis, para verte, hay que apelar a estratagemas que repugnan a una mujer honrada.
¡Cristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable habia salido de casa tan temprano! ¡Citado por su propia mujer! ¡Cómo reinan los amigos del Casino al saber aquello!
Dos lavanderas se pararon en el camino, a corta distancia, con pretexto de descansar, sentándose sobre sus talegos de ropa. Querian oir algo de lo que se decian los señoritos.
-¡Sube..., sube! -dijo Luis a su esposa con acento imperioso. Le irritaba lo ridiculo de la escena.
El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar.
Ella comenzó. ¡Ah la maldita! Era un muchacho con faldas; siem¬pre lo habia dicho Luis. Por esto la huia, teniéndole mucho miedo, porque, a pesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡ Señor, y qué educación dan a las niñas en esos colegios franceses!
-Mira, Luis...; pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eres mi marido, y contigo debo vivir. Trátame como quieras: pégame; te querré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mio y no te suelto. Olvidemos lo pasado, y aún podemos ser felices. Luis, Luis mio, ¿qué mujer puede quererte como la tuya?
¡Vaya un modo de entrar en materia! Él quena callar, mostrarse altivo y desdeñoso, fatigarla con su frialdad, para que le dejara tran¬quilo; pero aquellas palabras le pusieron fuera de si.
¿Volver a unirse? En seguida. ¿Acaso estaba loco?... ¡Ah señora! Olvida usted, sin duda, que hay cosas que jamás se perdonan; cosas... En fin: que quien bien está, que no se mueva. Ellos no servian para casados, no congeniaban; bastaba recordar el infierno en que se desa¬rrollaron sus últimos meses de matrimonio. Él se encontraba bien; a ella no le probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes (palabra de honor, señora), y seria una locura deshacer por tonte¬rias lo que el tiempo habia hecho sabiamente.
Pero ni el ceremonioso usted ni las razones de Luis convencian a la señora. Ella no podia seguir asi. Ocupaba en la sociedad una posi¬ción muy equivoca; casi la igualaban con mujeres infieles; era objeto de declaraciones y asiduidades que la sublevaban; creianla una joven alegre y fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte a otra, como el Judio Errante.
-Di, Luis: ¿es esto vivir?
Pero como a Luis le habian dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa.
Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullia una alegre multitud. Los pianos de manu¬brio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos. Valses y polcas formaban el acompañamiento de aquella voz triste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis pensaba que el sitio para el encuentro habia sido escogido con premeditación. Todo hablaba alli del amor legitimo sometido a reglamentación oficial. Aqui, dos bodas; en el restaurante de más allá, otras; en último término, un cortejo nupcial, zarandeándose al compás de los pianos, con la pan¬za repleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis. ¡Todo Dios se casa¬ba! ... ¡Qué brutos!... ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!...
Atrás se quedaron los Viveros, con sus regocijadas bodas; los val¬ses sonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguia infatigable, hablando cada vez más cerca del oido de su esposo.
Ella viviria tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentia celosa. «Si, Luis; rie cuanto quieras.» Celosa desde hacia un año, en vista de sus locos amorios y sus escándalos. Lo sabia todo: su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comian la fortuna; hasta le habian dicho que tenia hijos. ¿Podia permanecer tranquila? ¿No debia defen¬der la posesión de su marido, que era lo único que tenia en el mundo?
Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnifi¬co. ¡Ah señora! ¡Y cuán mal le aconsejaban sus amigos! Él hacia su santa voluntad, ¿estamos? No tenia que dar cuenta a nadie, pues, de darlas, también tendria que exigirselas a ella, «~recuerde usted, seño¬ra! ... Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.»
Y mientras enumeraba sus desdichas, que, en el fondo, no le im¬portaban un comino, y llamaba infidelidades a lo que fueron impru¬dentes coqueterias, todo con voz y ademanes que recordaban sus abonos en el Español y la Comedia, Luis iba fijándose en su mujer.
¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bo¬nita, pero débil y delicada, que tenia horror al escote, no queriendo enseñar lo saliente de sus claviculas. Los cinco años de separación habian hecho de ella una mujer adorable, espléndida, con las redonde¬ces, el color y la suavidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que these su mujer! ¡Cómo debian desearla los que no estaban en su caso!
-Si, señora. Puedo hacer lo que guste, y no tengo que dar cuenta de mis acciones... Además, cuando se tiene el corazón destrozado, hay que aturdirse, olvidar, y yo tengo derecho a todo..., a todo, ¿lo entiende usted?, para olvidar que he sido muy desgraciado.
Le encantaban sus palabras; pero no pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metia sus rayos por debajo de la capota; el ambiente parecia im¬pregnado de fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comen¬zaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable... ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa these Ernes¬tina!
Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su época de noviazgo. Se veia aún en aquel vagón del ex¬prés que unos años antes los habia llevado a Paris, ebrios de dicha y palpitantes de deseo.
Y ella, con aquella facilidad que siempre habia tenido para leer sus pensamientos, se aproximaba a él tierna y sumisa, como una victi¬ma, pidiendo el martirio a cambio de un poco de cariño, arrepintiéndo¬se de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándole con el perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que, estremeciéndole, envolvia su cerebro en humareda embriagadora.
Luis huia de todo contacto; se recogia como doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de los amigotes era su única defensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación? Aquél era un hombre. Habia que terminar una escena que juzgaba ridicula.
-No, Ernestina -dijo, por fin, tuteando a su mujer-. Nunca nos uni¬remos. Te conozco; todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, y como si no nos conociéramos...
Pero no pudo continuar. Su mujer le volvia ahora la espalda. Llo¬raba, descansando la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducia el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.
Luis hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!... Pero no; lloraba de veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimien¬tos nerviosos que conmovian todo su cuerpo.
Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaban fuera de la Puerta de Hierro: no pasaba nadie en aquel momento por el camino.
-Trae agua..., cualquier cosa. La señorita está enferma.
Y mientras el cochero corna a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su mujer.
-Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridiculo. Pareces una niña.
Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la precipitación habia olvidado el vaso.
-No importa; bebe.
Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veia bien su marido. Nada de mejunjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fila. Tenia una palidez fresca, de rosada transparencia.
Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncian para ajustarse al cuello de la botella. Bebia con dificultad. Una gota se esca¬paba, resbalando lentamente por la barbilla, redonda y graciosa. Roda¬ba con pereza, enredándose en la imperceptible pelicula de la epidermis. Él la seguia con la vista, aproximándose cada vez más. ¡Iba a caer!... ¡Ya caia!...
Pero no cayó, pues Luis, sin saber casi lo que hacia, la cogió en sus labios, se sintió cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo:
-Por fin..., Luis mio... ¡Si yo ya lo decia! ¡Si eres muy bueno!
Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar su amor, se besaron ruidosamente, sin fijarse en el asombro de la mujer del ventorrillo que recogió la botella.
El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.
-Ya tenemos ama -murmuraba, soltando latigazos a sus bestias-. A casa, pronto, antes que el señorito se arrepienta.
El coche rodaba por la carretera con la arrogancia de un cano triunfal, y en su interior los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse con pasión. El sombrero de Luis estaba a sus pies, y ella le acariciaba la cabeza. Despeinándole, el juego favorito de su luna de miel.
Y Luis reia, encontrando el suceso graciosisimo.
-Nos van a tomar por novios impacientes. Creerán que escapamos de los Viveros por estar solos y libres de convidados.
Al pasar frente a San Antonio Ernestina, reclinada en un hombro de su esposo, se incorporó.
-Mira: ése es quien ha hecho el milagro de unimos. De soltera le rezaba, pidiéndole un buen marido, y por segunda vez me protege, dándome mi Luis.
-No, vida mia: el milagro lo has hecho tú con tu belleza.
Ernestina dudó algunos instantes, como si temiera hablar, y, por fin, dijo con maliciosa sonrisa:
-¡Ah señor mio! No creas que me engañas. Lo que te vuelve a mi no es el amor tal como yo lo quiero; es eso que llaman mi belleza y los deseos que en ti despierta. Pero he aprendido bastante en estos años de consuelo y soledad. Ya verás, Luis mio. Seré muy buena; te querré mucho... Me tomas como una amante; pero con bondad y con cariño he de conseguir que me adores como a esposa.

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