Jeremías 33 14-16;
1 Tesalonicenses 3, 12-4,2;
Lucas 21, 25-28.34-36
¿Pero es de verdad éste nuestro
destino final? ¿Más mísero que el de los árboles? El árbol, después del
deshoje, en primavera vuelve a florecer; el hombre en cambio, una vez que ha
caído en tierra, ya no ve al luz. Al menos, no la luz de este mundo... Las
lecturas del domingo nos ayudan a dar una respuesta a la que es la más
angustiosa y la más humana de las cuestiones.
Recuerdo haber visto de niño, en
una película o en un tebeo de aventuras, una escena que se me quedó fijada para
siempre. Es por la noche y se ha caído un puente del ferrocarril; un tren,
ignorante, llega a toda velocidad; el guardavías se pone entre éstas gritando:
«¡Detente! ¡Detente!», agitando una linterna para señalar el peligro; pero el
maquinista está distraído y no lo ve, y avanza arrastrando el tren al río... No
querría cargar las tintas, pero me parece una imagen de nuestra sociedad, que
avanza frenéticamente al ritmo de rock ‘n roll, desatendiendo todas las señales
de alarma que provienen no sólo de la Iglesia, sino de muchas personas que
sienten la responsabilidad del futuro...
Con el primer domingo de Adviento
comienza un nuevo año litúrgico. El Evangelio que nos acompañará en el curso de
este año, ciclo C, es el de Lucas. La Iglesia acoge la ocasión de estos
momentos fuertes, de paso, de un año al otro, de una estación a otra, para
invitarnos a detenernos un instante, a observar nuestro rumbo, a plantearnos
las preguntas que cuentan: «¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Y sobre todo,
¿adónde vamos?».
En las lecturas de la Misa dominical,
todos los verbos están en futuro. En la primera lectura escuchamos estas
palabras de Jeremías: «Mirad que días vienen –oráculo del Señor- en que
confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá.
En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo...».
A esta espera, realizada con la
venida del Mesías, el pasaje evangélico le da un horizonte o contenido nuevo,
que es el retorno glorioso de Cristo al final de los tiempos. «Las fuerzas de
los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una
nube con gran poder y gloria».
Son tonos e imágenes
apocalípticas, de catástrofe. Sin embargo se trata de un mensaje de consuelo y
de esperanza. Nos dicen que no estamos caminando hacia un vacío y un silencio
eternos, sino hacia un encuentro, el encuentro con aquél que nos ha creado y
que nos ama más que un padre y una madre. En otro lugar el propio Apocalipsis
describe este evento final de la historia como una entrada al banquete nupcial.
Basta con recordar la parábola de las diez vírgenes que entran con el esposo en
la sala nupcial, o la imagen de Dios que, en el umbral de la otra vida, nos
espera para enjugar la última lágrima que penda de nuestros ojos.
Desde el punto de vista cristiano,
toda la historia humana es una larga espera. Antes de Cristo se esperaba su
venida; después de él se espera su retorno glorioso al final de los tiempos.
Precisamente por esto el tiempo de Adviento tiene algo muy importante que
decirnos para nuestra vida. Un gran autor español, Calderón de la Barca,
escribió un célebre drama titulado La vida es sueño. Con igual verdad se debe
decir: ¡la vida es espera! Es interesante que éste sea justamente el tema de
una de las obras teatrales más famosas de nuestro tiempo: Esperando a Godot, de
Samuel Beckett...
Cuando una mujer está embarazada
se dice que «espera» un niño; los despachos de personas importantes tienen
«sala de espera». Pensándolo bien, la vida misma es una sala de espera. Nos
impacientamos cuando estamos obligados a esperar una visita o una experiencia.
Pero ¡ay si dejáramos de esperar algo! Una persona que ya no espera nada de la
vida está muerta. La vida es espera, pero es también cierto lo contrario: ¡la
espera es vida!
¿Qué diferencia la espera del creyente
de cualquier otra espera, por ejemplo, de la espera de los dos personas que
aguardan a Godot? Ahí se espera a un misterioso personaje (que después, según
algunos, sería precisamente Dios, God, en inglés), pero sin certeza alguna de
que llegue de verdad. Debía acudir por la mañana, envía a decir que irá por la
tarde; en ese momento dice que no puede ir, pero que lo hará con seguridad por
la noche, y por la noche que tal vez irá a la mañana siguiente... Y los dos
pobrecillos están condenados a esperarle; no tienen alternativa.
No es así para el cristiano. Éste
espera a uno que ya ha venido y que camina a su lado. Por esto, después del
primer domingo de Adviento, en el que se presenta el retorno final de Cristo,
en los domingos sucesivos escucharemos a Juan Bautista que nos habla de su
presencia en medio de nosotros: «¡En medio de vosotros -dice- hay uno a quien
no conocéis!». Jesús está presente en medio de nosotros no sólo en la
Eucaristía, en la palabra, en los pobres, en la Iglesia... sino que, por
gracia, vive en nuestros corazones y el creyente lo experimenta.
La del cristiano no es una espera
vacía, un dejar pasar el tiempo. En el Evangelio del domingo Jesús dice también
cómo debe ser la espera de los discípulos, cómo deben comportarse entretanto, a
fin de no verse sorprendidos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros
corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la
vida... Estad en vela, pues, orando en todo tiempo...».
Pero de estos deberes morales
tendremos ocasión de hablar en otros momentos. Termino con un recuerdo
cinematográfico. Hay dos grandes historias de iceberg llevadas a la gran
pantalla. Una es la del Titanic, que conocemos bien..., la otra la relata la
película de Kevin Kostner Rapa Nui, de hace algunos años. Una leyenda de la
isla de Pascua, situada en el Océano Pacífico, dice que el iceberg es en
realidad una nave que cada ciertos años o siglos pasa junto a la isla para
permitir al rey o al héroe del lugar encaramarse a ella e ir hacia el reino de
la inmortalidad.
Existe un iceberg en la ruta de
cada uno de nosotros, la hermana muerte. Podemos fingir que no lo vemos o no
pensar en ello como la gente despreocupada que, en el Titanic, estaba de fiesta
esa noche, o podemos estar preparados para subirnos y dejarnos conducir hacia
el reino de los santos. El tiempo de Adviento debería servir también para
esto...
P. R. CANTALAMESSA
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