domingo, 4 de noviembre de 2012

FIESTA BEATO EUFRASIO




En esta tarde del seis de noviembre ha caído en mis manos una papela devota que contiene algunas de las variantes litúrgicas que deben ponerse en marcha en la fiesta del beato Eufrasio del Niño Jesús. Ya va sabiendo casi todo el mundo –la cosa figura en Internet y se publicitó desde Roma cuando la beatificación del fraile asturiano con los otros cuatrocientos mártires de la persecución de la Iglesia en la España de los años treinta- que este carmelita tan joven cuando se le pidió la sangre como si se tratara de un pasaporte, era un tipo alto, poeta, exquisito en sus maneras, listo como el aire e ingenuo como un querube. Tuve que acercarme a él hace algún tiempo para hacerle un reportaje gráfico que nos lo acercara un poco en la historia y al recuerdo y tengo la impresión de que salí fascinado cuando sorprendí que, sin saberlo él ni sospecharlo quienes lo rodeaban, Eufrasio Barredo era un elegido. Lo había marcado el ventalle de Dios. Lo había conducido silenciosamente por caminos contradictorios. Lo había desprendido poco a poco de cualquier síntoma de herencia doméstica y lo había dejado a solas consigo mismo y con el mundo incierto que lo estaba cercando.
“Parece cundir cierto desánimo”, escribía él en las fechas casi cercanas a su muerte violenta y despiadada. Un desánimo que minaba la fortaleza prevista de algunas conciencias religiosas, eclesiales. Estamos ante una Iglesia que “parece cansada por no decir decadente”. Y no es que “nos impresione la hostilidad sistemática que en derredor nuestro descubrimos”. Insisto: Eufrasio Barredo escribe esto en aquellos días en que mucha gente confiada y tranquila –¡oh la ciudad social de aquellos tiempos!- se imaginaba que la cosa no podría llegar muy lejos porque se pensaba que la fuerte fe de los viejos cristianos salvaría el riesgo de una confrontación sociedad-iglesia. “No estamos acostumbrados”, acusaba Eufrasio. “Vivimos relativamente tranquilos”. Pero la persecución llamará a nuestra puerta y nos faltará el ánimo y de nuestros pechos se escaparán exclamaciones como ésta que acaba de llegar a mis oídos: “Vivimos momentos de tragedia”. Y estábamos en 1933.
Hablaba el creyente y hablaba el profeta. Aún no nos tocaba de cerca el odio, Apenas si sentíamos como ajena la noticia que traía desde lejos el parcheo de tambores lejanos. Ellos no somos nosotros. Y es que lo que nos faltaba –Eufrasio no había leído a Bertol Brech pero era eso lo que Brech decía- era sentido de la corresponsabilidad y trascendencia. A la Iglesia nunca le han faltado lágrimas. A la Iglesia se le han brindado desde fuera escasas alegrías. Los males espirituales de nuestro tiempo de los de Eufrasio- eran para el mártir los mismos de que ya vertía llantos la Madre Teresa de Jesús cuando hablaba de que también en sus días había quien pretendía volver a crucificar a Cristo. Pero Eufrasio, que estaba tocando personalmente la línea roja del martirio, era un hombre de sólida esperanza. Seria esperanza. Fundada esperanza. A lo más que se atrevía era a eso del “cierto desaliento” con que he titulado esta nota. Que la Iglesia sea fuerte depende de que “los espíritus pusilánimes y acobardados” –toma adjetivos de hoy- se pongan a disposición del destino que marca el Espíritu que llega con el reino de Dios en la mano. “El Señor orla los nombres de sus elegidos”. Eufrasio, sin saberlo, estaba entrando en la cuenta de esta orla de Dios.
Eduardo T, Gil de Muro
lA MISA DE FIESTA EL DIA DOMINGO 11 A LAS 19:00

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