EL
CONTINUO REPICAR DE LA
METRALLA
por
el P. Eugenio de S. José, O. C. D.
Oviedo,
30-X-1934.
PERSPECTIVA
GENERAL
Notorio
es que la recién pasada revolución extremista alcanzó su grado máximo de
intensidad y de salvajismo en la región asturiana y que culminó, como en
epílogo apocalíptico, en los nueve días revolucionarios que presenció aterrada
la hasta entones pacífica, industriosa y elegante ciudad de Oviedo. Voz común
ha sido que la ya asaz larga historia de la ferocidad humana se condensó en
esos nueve días; días de horrible memoria para todos los ovetenes que no
tuvieronn la dicha de hallarse ausentes de Oviedo desde el 5 al 14 de octubre.
Nueve días de lluvia mortífera, que asoló una de las más hermosas capitales de
España: nueve días de incesante bombardeo sobre la ciudad con toda clase de
armas arrojadizas, desde la pistola «star», cuyo chic-chac durará mucho tiempo
en nuestros oídos hasta el grueso cañón de pavoroso estampido. Los fusiles, las
ametralladoras y las bombas nos acostumbraron a no vivir ni cinco minutos siquiera
sin escucharlos, pues no se daban punto de reposo. Y este tronar del fusil, de
las bombas, de los cañones y de las ametralladoras no se localizaba en uno o
dos sitios de la ciudad, sino que se oía en cada rincón, en cada esquina, donde
se prodigaba toda clase de metralla, cercenando sin piedad las vidas y
cubriéndose las calles de muertos, dos y tres días insepultos; y todo esto en
medio de un blasfemar satánico que ponía en el cuadro, tan horriblemente
trágico, una nota viva del infierno.
En
esos nueve días perecieron en Oviedo millares de personas, combatientes e
inocentes, y se saquearon las tiendas, y se desplomaron, arruinados por el
fuego o por la metralla, los principales centros de cultura, de arte y de
religión. Hoy son un montón de ruinas, ya frías, la universidad, el instituto, el gran hotel Covadonga, el banco
asturiano, la audiencia, el teatro Campoamor, el seminario, el palacio
episcopal, el convento de Santo Domingo, el convento de San Pelayo de las
religiosas benedictinas, la mejor parte de la catedral, los mejores comercios y
almacenes; hay calles enteras que sólo pueden ostentar a los visitantes de
Oviedo -y son legión los que lo visitan- el esqueleto de sus paredes
calcinadas. Adonde quiera que se vuelvan los ojos se ven balcones y ventanas
sin cristales y casas en ruinas por cuyas ventanas y balcones, desoladoramente
abiertos, se adivinan las tragedias que dentro se desarrollaron. A manos
criminales han perecido numerosos sacerdotes, religiosos y seminaristas,
magistrados e ingenieros, militares y civiles. Algunos han sido quemados vivos,
otros fueron obligados a cavar sus tumbas, a otros se les han extraído los ojos
y se les ha abierto en canal, de otros se dice que han sido crucificados. El
muy ilustre provisor de la diócesis, D. Juan Puertes Román, y el Sr. secretario
de Su Ilustrísima, que además era lectoral del cabildo, han sido hallados
cadáveres; el secretario, D. Aurelio Gago, con la cabeza bárbaramente
triturada.
¿QUIÉNES
FUERON LOS REVOLUCIONARIOS?
Gentes
de diversa condición social y de todas las edades, pasada la infancia: desde el
señorito bien trajeado, oficinista o dependiente de comercio, hasta el minero,
vestido de blusa y calzado de alpargata, blusa y alpargatas que muchos de ellos
cambiaron gustosamente por elegantes gabardinas y flamantes zapatos, sustraídos
durante la refriega en algún comercio; y por lo que hace a la edad, desde el
niño de quince años, que manejaba con soltura su fusil y su revólver, hasta el
viejo sesentón que parecía incansable en su papel revolucionario. Todos
llevaban por lo menos un fusil (o escopeta) y un revólver (o pistola) con mal
contenidas ansias de dispararlos y matar. El ansia de sangre y de ruina,
expresión de odio feroz, parecía una obsesión, en muchos de ellos que mataban
por gusto, por entretenimiento, como si hiciesen la cosa más natural e
inofensiva del mundo, con aplauso de sus camaradas, con la certeza de su
irresponsabilidad. Muchos, ciertamente, son los que han caído víctimas de esta
revolución sin precedentes en los anales del salvajismo; pero lo prodigioso es
que se hayan perdonado algunas vidas de los que parecían ser condenados a ser
las primeras víctimas o al menos las víctimas preferidas. La explicación de
esto está en que no todos los rebeldes eran igualmente feroces. Los había
incluso de buenos sentimientos, revolucionarios a la fuerza; pero predominaban
los salvajes, y ellos fueron los que dieron la tónica en esta horrible
tragedia.
NUESTRA
ODISEA
El
jueves, 4 de octubre, notábase algo raro en el ambiente, de augurio trágico,
con el planteamiento de la huelga general revolucionaria.
El
viernes suenan en Oviedo los primeros disparos, tiros sueltos y a intervalos.
Entre siete y siete y media avisan al convento, desde el hospital provincial,
pidiendo un padre para absolver a cuatro guardias civiles semimuertos, del
puesto de Llanera: tres destrozados y sin sentido. A la hora se repite el aviso
para unos guardias de asalto, también, malheridos de gravedad. Por la tarde se
intensifica el fuego de fusilería, y nosotros pudimos, con precaución, escuchar
el chasquido de las balas que se estrellan en las paredes del convento. Aquella
noche, del 5 al 6, el fuego de los fusiles se repartió a distintos tiempos, de
suerte que parecía se trataba de pequeñas escaramuzas entre algunos exaltados y
las fuerzas del Gobierno.
El
sábado, 6, amaneció la capital de Asturias al son de un recio tiroteo. Los
revolucionarios daban vista a la ciudad por el barrio de San Lázaro. Las balas
menudeaban; pero se confiaba en las fuerzas del gobierno. Después de comer
hubimos de retirarnos de la huerta los padres de la comunidad, mientras nuestros estudiantes se
cobijaban al amparo de la tapia, pues ya no estábamos seguros. Aunque, de
lejos, la metralla nos alcanzaba. Entonces se consultó al gobierno civil, por
teléfono, cuál era la verdadera situación de la ciudad y el peligro que
podíamos correr. Nos contestaron que la situación era grave; que naturalmente
las miras de los rebeldes no eran en primer término los conventos ni las
iglesias, sino los edificios públicos, que podíamos, sin embargo, tomar
precauciones. Pedimos fuerza de protección: se nos respondió que toda ella
estaba enfrentada a los rebeldes.
Inmediatamente
decidimos y organizamos la salida del convento a casas particulares, que se nos
habían ofrecido con gran generosidad. Echamos por delante a nuestros
colegiales, religiosos ya teólogos. Los padres fuimos también saliendo, cada
uno como pudo, por donde pudo y adonde pudo, pues los revolucionarios
merodeaban ya tras la tapia del hospital con vista al campo de San Francisco y
a la calle de Policarpo Herrero. El R. P. Eufrasio (el futuro mártir de la
revolución) saltó por la tapia del huerto conventual al jardín de la casa
contigua. El P. Antolín, dando prueba de serenidad, optó por quedarse sólo en
el convento, del cual no salió hasta el lunes, saltando él a la calle por la
tapia de la huerta, cuando vio que los revolucionarios saltaban hacia dentro
por otro punto de la misma, para tomar posesión del convento. Ya dentro de la
huerta se tiraron a toda prisa hacia el centro del edificio entre dos martillos
que corren paralelos a la calle de Villamil, y como encontraron cerradas las
puertas y ventanas destrozaron los hierros de una ventana y se metieron,
quedando dueños y señores del convento, mientras duró la revolución.
El
que suscribe llevó el Santísimo de las exposiciones en el seno. Ante su Divina
Majestad pasamos en vela toda la noche, del sábado al domingo, las gentes
reunidas en el sótano de nuestra casa-refugio, el número 12 de la calle del
Marqués de Santa Cruz.
Aquí
estábamos el H.º Anselmo, portero del convento, y el infrascrito. Nuestros
estudiantes se habían refugiado en el número 11 de la misma calle y los padres
en casas conocidas y vecinas, menos uno que hallando ya cerrada la casa adonde
se dirigía, fue peregrinando de puerta en puerta hasta que, encontrando una
abierta, se metió por ella y allí pasó la tormenta a gusto o disgusto de sus
dueños, que por cierto le trataron gentilmentie. Este Padre oyó contar a los
revolucionarios que los seminaristas habían vivado, antes de morir, a
Cristo-Rey.
La
tarde del sábado fue de gran jaleo. Los revolucionarios se multiplicaban
prodigiosamente. El Parque de San Francisco era un hervidero de ellos. Se
defendían detrás de los árboles, de las fuentes, apuntando, en acecho, en todas
direcciones y disparando con prodigalidad. En el grupo rebelde, que pude ver
con gran precaución, había un viejo, bien viejo, que les repartía municiones, y
un niño que les ofrecía comida sin miedo a las balas de los guardias. Un
detalle del nerviosismo revolucionario: al caer de la tarde dicha se me ocurrió
subir del sótano al primer piso y tendido en el suelo quise satisfacer una vez
más la curiosidad, entreabriendo con cuidado una contraventana que da al
parque. Inmediatamente de abrir, llegó, dirigida a mi frente, una bala, que por
fortuna se estrelló en los hierros protectores del balcón.
El
domingo, festividad de la
Virgen del Rosario, tuve la dicha de celebrar la santa misa
en el sótano de nuestra casa-refugio. La sensación era de hallarse en las
catacumbas, como en las primeras persecuciones del cristianismo. Allá arriba,
la lucha fratricida y la blasfemia; abajo, en el subsuelo la paz profunda en
medio de la natural angustia de la naturaleza y en los labios de todos la
plegaria que salía de lo más hondo de los corazones a Cristo víctima, redentor
y salvador de las almas.
Prometía
ser aquel un día horrible por el preludio mañanero. Y, en efecto, fue un día
ensordecedor por el continuo repicar de la metralla en la fachada de la casa
donde estábamos, a la vera de la cual habÍan fijado un puesto los rebeldes,
cuyo fuego era contestado desde las casas de enfrente, situadas al otro lado
del parque. Entraban las balas de fusil en los pisos de la casa, que iba siendo
acribillada, y que por fin fue destruida casi por completo por la dinamita.
Como allí no nos sentíamos seguros, ni mucho menos, decidimos saltar por detrás
de la casa que ocupábamos a la casa vecina por un pasadizo trasero, con la
ayuda de una escalera de mano. Esta escalera tuvo un destino trágico. Uno de
los días apareció en un piso de dicha casa el cadáver de un hombre. Los médicos
dijeron que se trataba de un suicidio. En la escalera de autos, como en
angarillas, lo llevaron fuera de casa. Atado a esa misma escalera fue quemado un
hombre, el hombre ya misterioso del parque de San Francisco. Ese hombre quemado
¿fue el cadáver susodicho? Parece que no. En el lugar de la quema fue recogido
un llavín, que pertenecía a un guardia que estaba en aquellas casas y que ha
desaparecido, cuyo carnet y algunas prendas del vestuario aparecieron en el
patio de una casa vecina, junto con su pistola. Mostrado el retrato del guardia
desaparecido, los médicos afirman que no era el cadáver del suicidado. Y ahí
está la escalera, medio quemada, recogida en el lugar donde quemaron al hombre,
a un hombre que bien pudo ser el guardia desaparecido y no el cadáver del
suicidado. Bien pronto tropezaremos con este guardia en el curso del relato.
En la casa número 11, donde, como
queda dicho, estaban nuestros colegiales, se hallaba el Santísimo, llevado del
colegio de los hermanos maristas por uno de nuestros colegiales, diácono.
Nuestros colegiales comulgaron fervorosamente, como los primeros cristianos en
vísperas del martirio, luego consumí las hostias restantes.
Como
también peligrábamos en la nueva casa, acordamos abrir un boquete en la pared
maestra y pasar a la contigua y mediera, y luego, ya en ésta y por la misma
causa abrimos otro boquete para pasar a la siguiente, arrastrando en este
traslado de casa en casa a toda la gente de las casas abandonadas, edificios de
los más capaces y hermosos de Oviedo. A la casa, donde últimamente nos
refugiamos, llegaron cuatro guardias armados, que creo venían de prestar
servicio en el hospital. No sé cómo pudieron llegar hasta allí. Quisieron luego
salir para seguir cumpliendo lo que estimaban su deber, y tres de ellos, apenas
pusieron el pie en la acera, quedaron tendidos, muertos de tres balazos. El
cuarto, prudente, retrocedió enseguida y se metió con nosotros en casa. Es el
guardia desaparecido, cuyo llavín se encontró en el lugar de la quema y cuyo
carnet, vestuario y pistola aparecieron en un patio.
A
la caída de la tarde del domingo, a boca ya de noche, se acercó a nosotros, que
formábamos un número considerable por el arrastre de las casas abandonadas, un
fulano conocido y al parecer amigo, participándonos, de parte de los
revolucionarios, que si queríamos salvar la vida, nos retirásemos de allí, pues
habían decidido volar aquella noche con diez cargas de dinamita toda la calle
del Marqués de Santa Cruz. Al parecer, tal era la verdadera intención de los
rebeldes. El nutrido grupo siguió con gratitud al guía y caminando detrás de él
sigilosamente, nerviosamente, a favor de una lamparita intermitente y el santo
y seña que le habían confiado, UHP, llegamos a la casa que nos había sido
indicada, nada menos que la casa-cuna del insigne cardenal primado Guisasola.
La casa estaba tomada por los revolucionarios, que dominaban todo el barrio, y
el camisa roja que nos recibió, fusil al brazo y revólver al cinto, nos dió a
entender con voces imperiosas y amenazadoras que estábamos a su disposición.
Las órdenes fueron terribles: una falta de respeto mutuo se castigaría con
levantarle al culpable la tapa de los sesos.
Pasamos
la noche, quién tirado por el suelo, quién sentado en una silla o en un banco,
el que no la pasó de pie. Eramos sobre cincuenta y, claro está, atestábamos la
casa. Supongo que nadie dormiría buen sueño. El que suscribe, sentadito en una
silla, pasaba con aquélla la segunda noche sin pegar los ojos, y aún le
quedaban otras dos en que nada dormiría.
Amaneció
el lunes, 8, y penetraron en los distintos locales donde estábamos, los rojos
camaradas, ya documentados del personal cogido, apuntando a todo bicho viviente
con sus fusiles y revólveres, mientras pedían la filiación de cada uno y
requerían las armas que pudiésemos llevar y nos registraban de pies a cabeza.
«Me huele a sotana de cura y a carne de frailes», decía en alta voz un
camarada, regodeándose y añadía: «Hay aquí un fraile que tiene que ser fusilado
hoy mismo.» Se portaron con nosotros en esta primera entrevista ferozmente. Las
amenazas de muerte, las blasfemias, las vejaciones, aunque no de obra todavía,
llovían sobre nuestras cabezas. Nos iban a comer enseguida con arroz, según
decían. Cacheados y rociados de insultos, se organizó nuestro traslado a la
prisión con gran aparato bélico y con notas de crueldad salvaje. Camino de la
cárcel nos seguían con los fusiles enfilados a nuestras espaldas, llevando uno
de ellos una gran cuchilla de carnicería, que lo mismo podía ser para
decapitarnos, que para probar que nos habían sorprendido con armas. Con el
rabillo del ojo miraba yo de cuando en cuando hacia atrás, para ver si se
disponían a cumplir las amenazas que por sus labios iban vomitando.
Como
los que a mí me llevaban decían y repetían que apenas llegara al lugar
destinado correría la suerte de mis correligionarios delanteros, me supuse que
al llegar a la prisión hallaría tendidos por tierra los cadáveres de mis
discípulos. Felizmente al entrar en el cuartelillo-prisión, sito casi en la
interferencia de Martínez Marina con Campomanes, los vi aún vivos. Quedamos
allí prisioneros y en un segundo cacheo nos despojaron de todo. Allá se fueron
los relojes, los útiles y sobre todo el dinero. Ellos no querían dinero, porque
la revolución proletaria lo abolía; pero se quedaron con todo lo que
llevábamos... y hasta la fecha.
Al
entrar en la prisión tropezaron nuestros ojos con dos caras conocidas: eran los
padres Robustiano y Eleuterio, que, delatados por una mujer, habían caído en
las garras de los revolucionarios antes que nosotros. El mismo día llegaba,
enfundado en ancho traje y tocado de amplia y flotante boina, el P. Antolín, a
quien los revolucionarios apresaron enseguida de saltar la tapia conventual, en
la forma arriba dicha, y después de amenazarle con que iban a colgarle por los
pies y a fusilarle, le llevaron primero al hospital, luego al instituto, y por fin, todo en obra de poco
tiempo, a reunirse con nosotros. «Soy fraile: hagan ustedes de mí lo que
quieran», les había dicho sin rebozo, al entregarse, el P. Antolín. No
estábamos solos en la prisión. Antes que nosotros habían entrado algunos
religiosos, sacerdotes y seglares; y después fueron entrando más y más, a
medida que, como presas codiciadas, iban cayendo en las garras de la fiera.
Se
nos mandó sentar en unos estrechos banquillos, como de escuela, que rodeaban el
local y allí sentados día y noche pasamos hasta el jueves. Nos era sólo
permitido levantarnos y estirar un poco las piernas. El calvario que
recorrimos, sin movernos del local, puede ser difícilmente descrito. Como se
hacían los simulacros de consejos de guerra y se daban órdenes que parecían de
fusilamiento y los camaradas no hablaban de otra cosa que de matarnos,
complaciéndose algunos en detallar en voz alta el género de muerte que nos iban
a dar y los refinamientos que pensaban hacer en algunas de las víctimas, y como
las mujeres de la Cruz Roja ,
cada vez que entraban en la prisión, se mostraban impacientes por llevarnos al
cementerio, sazonando este su buen deseo con sarcasmos e insultos, puede
colegir el lector cuál sería la tensión, de los nervios y cuál la tortura de
los espíritus. Nos veíamos fusilar a cada instante. En su ensañamiento
despectivo decían que para acabar con nosotros no gastarían más que una bala,
pues era lástima gastar más munición para matar un fraile. Pero más aún que las
amenazas de fusilamiento nos atormentaban las blasfemias continuas y horribles.
Hay que decir, sin embargo, en honor de la verdad, que el temple de los
corazones, a pesar de las angustias de la naturaleza, se mantenía en
disposición maravillosa de resistencia, distinguiéndose por su firmeza y
serenidad y aun por el deseo de ofrendar su vida por la salvación de la España católica, nuestros
colegiales, que pensaban en aquella muerte como los mártires en sus martirios.
Dios, que sin duda aceptó el deseo, no aceptó por entonces la ofrenda, tan
generosamente brindada.
Ante
las torturas del espíritu nada o muy poco nos suponían otras penalidades: la
escasez de alimento, el insomnio forzoso, pues no era posible dormir
apretujados como estábamos unos al lado de otros en los largos y estrechos
bancos, el desarreglo consiguiente de los cuerpos, la absoluta falta de
limpieza en personas y locales... Para colmo de penas y de sustos, un avión
tuvo el humor de arrojar una bomba sobre el tejadillo de la prisión que nos
cobijaba. Dejo a la consideración del lector el espanto que produjo.
De
vez en cuando se nos lanzaba a las barbas el grito de ¡viva la revolución!, con
el puño en alto, nerviosamente cerrado. Por de contado que ninguno de los
presos respondía ni dejaba de tener tranquila su mano derecha.
El
jueves, 11, apareció en nuestra prisión un personaje: Don Teodomiro Menéndez,
el cual, llamando a cada prisionero por los nombres de la lista que le
facilitaron, nos fue distribuyendo en tres categorías. Curas y frailes
constituímos, naturalmente, la categoría ínfima, a pesar de ser varios los
señores canónigos que formaban con nosotros, alguno muy conocido del dirigente,
aunque allí aparentó casi desconocerle. En esto hizo también su entrada un
pequeño marat, un terrible fanático de la revolución, sediento de víctimas
burguesas y eclesiásticas, alegando que para eso venían luchando sin descanso
ocho días consecutivos y morían tantos camaradas. Al gran fanático se unieron
otros fanatizados y llegó un momento en que firmemente creímos ser acribillados
allí mismo. Como de la presencia de D. Teodomiro se podía temer la libertad de
algunos, los fanáticos se apostaron a la puerta, dispuestos a tumbar a tiros a
los que fuesen saliendo, si alguno salía.
Salieron,
sin embargo, algunas personas, aunque se las llevó de allí en calidad de
detenidos. A los demás se nos llevó más tarde a la nueva cárcel, instalada en
la que había sido casa de los PP. Jesuitas, y que era al estallar la
revolución instituto Nacional. Para que
los fanáticos no nos asesinaran por el camino, aunque no es largo, nos llevaron
los moderados, lujosamente defendidos, apuntando con los fusiles en todas
direcciones. En el trayecto llovieron sobre nosotros amenazas e insultos de la
masa popular.
Llegamos
al instituto y atravesamos por entre
gran número de camaradas, armados de fusil y revólver, cada uno de los cuales
nos echaba su roja flor -una amenaza, un insulto-, avalada con su
correspondiente blasfemia. Instalados en una de las aulas, en los pisos altos,
notamos y padecimos desde luego un auge de ferocidad en el trato. ¿,Qué había
sucedido? Que el primer comité central había desaparecido y se había
constituido otro de los elementos más avanzados, que, por lo que decían, dieron
carta blanca a todos los camaradas para hacer y deshacer a su talante. Aquella
noche nos quedamos sin tomar nada y en cambio se nos dieron órdenes severas en
tono napoleónico, siempre revólver en mano y el gesto amenazador. «Pronto iréis
a ver a Cristo», decía el jefecillo de la nueva prisión, joven de unos veinte
años, que se revolvía como un mariscal de la guerra europea, ceñido de correaje
y armado hasta los dientes. «A ver, si os salva Dios», seguía diciendo; y, como
éstas muestra, los demás piropos.
Y
amaneció el 12, día glorioso del Pilar. Al pensar que ese día no podíamos
celebrar la santa Misa, hubo lágrimas en algunos ojos. Aquel día fue para
nosotros de ayuno absoluto. Si el día precedente sólo habíamos tomado desde el
mediodía unos sorbos de agua, éste, el día del Pilar, lo pasamos de punta a
cabo con otro poco de agua que se nos dió ya de noche, pero no de la fuente,
como el día anterior, sino del estanque donde se lavaban y limpiaban los
camaradas. Hay que advertir, en honor de la verdad, que de esta agua se nos dió
a pasto, a diferencia de la que se nos dio el día anterior en que una camarada
roja nos tasaba el agua señalanlando un tanquecito para cinco, ni uno menos. Y
aún esto, teníamos que ganarlo, y para ganarlo se nos destinó, por turno, al
acarreo de agua para los señores mandarines y a otros menesteres de baja
limpieza y de cocina: incluso a limpiar las inmundicias de un lugar que
excusado es nombrarlo. En uno de estos menesteres el P. Eleuterio notó que,
algunos camaradas trasladaban a un lugar, debajo de nuestra aula, cargas de
dinamita, para que toda estuviera junta en el momento oportuno, de que luego se
hablará.
Cerró
la noche: noche de hambre y de pesadillas. Porque de dormir no hablemos. Cierto
que la naturaleza se imponía; pero ¿qué podía confortar el sueño en medio de
aquella terrible realidad, llena de trágicas perspectivas?
Fuera
del instituto-cárcel sonaban sin parar
los cañones, las ametralladoras, los fusiles. Las noticias que se permitían
publicar en alta voz eran todas favorables al éxito de la revolución,
triunfante ya en casi toda España. Presidente del Consejo, según alguien nos
dijo, Azaña.
Dentro
de la cárcel se respiraba una atmósfera de muerte y de impiedad por parte de
los carceleros, pues apenas se hablaba más que de matar, de llevar al frente,
de suicidios. A un pobre trastornado le invitaron a tirarse por la ventana. Se
tiró y detrás de él fueron unos cuantos tiros que le remataron. A otro
abatieron de un disparo en un pasillo... La impiedad se manifestaba hasta en
detalles como éste. Desde el principio se nos puso, a curas y frailes, aislados
de los seglares. Esto, sin embargo, no fue óbice para que burlando la
vigilancia se confesaran casi todos los presos. De los 17 guardias de asalto no
sé si quedó alguno sin confesar. Después de una noche famélica amaneció el gran
día, sábado. En el aula pasábamos de sesenta los presos. A eso de las diez,
después de cuarenta y cuatro horas de ayuno completo, se dejaron ver tres
camaradas del género femenino con un gran caldero de café negro y en un cesto
unos pedazos de pan. Nos pusimos en fila, como cuerda de presos, y cada preso
tomó su media escudilla de café sin azúcar y su pedazo de pan. Negro era el pan
y bastante duro, pero a fe que nos supo a gloria. Los semblantes pálidos y
caídos se reanimaron un poco. Decían algunos que ya se les había olvidado el
comer.
Hecha
esta operación volvimos al banquillo escolar en espera de acontecimientos. Se
habló de llevarnos al frente, donde habían estado algunos de nuestros
compañeros, unos doce, entre sacerdotes y religiosos. Allí pereció uno, el
canónigo Sr. Baztán, sobrino del que fue con el mismo apellido Obispo de Oviedo,
predecesor del prelado actual. A poco los prepotentes camaradas, dueños de
vidas y haciendas, procedieron a una selección de presos. A unos los pusieron
aparte para llevarlos, según decían, al frente. A otros los fueron llamando
para comunicarles su destino. Quedamos, finalmente, unos cuarenta y tantos:
religiosos (nosotros, los carmelitas, éramos dieciséis), sacerdotes seculares,
un seminarista, diecisiete guardias de
asalto, el nuevo director de correos, el director del banco asturiano de
Oviedo, el portero de una casa señorial, un fascista, un ratero y no sé si
algún otro. Se realizó un tercer cacheo. Esta vez nos despojaron hasta de las
corbatas, lazos, cintos de los pantalones... ¿No sería con vistas a lo que
tenían tramado, para no dejarnos medio alguno de salvación? Serían las dos de
la tarde cuando empezamos a notar algo raro, inquietante. Cautelosamente,
disimuladamente, los camaradas mandarines cierran las dos puertas del aula,
donde nos tenían y montaban guardia y se hace un silencio sospechoso. Al
bullicio y a las broncas de poco antes, sucedía la calma. ¿Qué pasaba? ¿Nos
habrían abandonado? ¿Habría terminado el calvario, así, tan inesperadamente?
Bien pronto se nos reveló el misterio. A los pocos momentos de cerrada el aula
estallan, una tras otra, dos bombas formidables, que se llevan la mitad o más
del edificio, bombas destinadas, sin duda, a la caritativa misión de
destrozarnos. La
Providencia , empero, conservó la parte que nosotros
ocupábamos. Estábamos, como es de suponer, aterrados, aunque totalmente
entregados a la voluntad de Dios y dispuestos al sacrificio. Como los camaradas
notaran, desde donde estuvieran, que no se había venido abajo la parte del
edificio que ocupábamos, se dedicaron a fusilear las ventanas, por si se nos
ocurría asomarnos o lanzarnos por ellas. Mal negocio, pues era un tercer piso.
Silenciosos permanecíamos después de la terrible explosión cuando uno de los
guardias de asalto anuncia el fuego que en soberbias llamaradas avanzaba sobre
nosotros. El fuego tenía la misión de completar el efecto de las bombas y de
provocar la apoteosis de aquel bárbaro sacrificio, haciendo estallar debajo de
nosotros los dos mil quilos de dinamita, allí almacenados, que nos hubieran
lanzado a la estratosfera.
No
era tiempo de discusiones fabulescas. Sugerida la idea, se procedió a la
apertura de un boquete en el tillado del aula y con tiras de un cobertor y con
restos de un cordón de la luz eléctrica, se hizo a toda prisa una cuerda, que,
atada a una de las traviesas del tillado, nos sirvió para descolgarnos de lo
alto a caer sobre los escombros de las bombas. Hay que advertir -porque este es
el detalle de la
Providencia- que los camaradas habían intentado despojarnos
absolutamente de todo: se llevaron todos los cobertores y mantas y navajas y
todo útil incisivo. Pero se salvaron, sin saber cómo ni por qué, un cobertor y
una navaja: el cobertor para las tiras y la navaja para hacerlas. Con rapidez
maravillosa nos fuimos descolgando, sin temor a la caída. Quienes no creyeron
poder escapar a tiempo del fuego, que ya nos lamía, descolgándose por la
cuerda, se dejaron resbalar por el tubo de agua caliente. El fuego del edificio
incendiado nos sofocaba ya: dos minutos de tardanza y nos hubiera achicharrado,
preparándonos para el lanzamiento de la explosión dinamitera.
Descolgados
felizmente, cabalgamos por sobre los escombros en medio de un chubasco de balas
que salían de las innumerables municiones que iban explotando a medida que las
tocaba el fuego. Creo que de éstas balas no tocó a nadie ninguna
milagrosamente. A grandes zancadas, invocando a Dios y a la Santísima Virgen
-era sábado- y pensando en la explosión dinamitera, que no se haría esperar,
llegamos a la puerta del jardín del
instituto, donde se nos encañona un fusil que pretende disparar sobre
los fugitivos. Al camarada se unen otros y otros, todos terribles en sus
propósitos. Nos costó convencerlos de que no huíamos de la prisión, sino del
fuego y de la dinamita. Convencido a la vista del fuego llameante, nos
refugiamos, ellos y nosotros, en una cochera próxima, enfrente del instituto. No todos estábamos allí. Algunos
en la huída se tiraron hacia la calle de Santa Susana y se metieron en una casa
cuyas paredes se cayeron al ímpetu de la explosión; otros se encaminaron por la
llamada carretera del Cristo.
Habrían
pasado acaso dos minutos después de guarecidos nosotros en la cochera, cuando
sonó la horrenda explosión, que lanzó piedras y objetos a muchos quilómetros,
destruyó casi por completo las casas de la calle de Santa Susana, rompió los
cristales de medio Oviedo y resquebrajó numerosos edificios. Todavía, en la
hora en que escribimos, hay en nuestra huerta piedras enormes que volaron por
el espacio y fueron a caer a ella, como cayeron también numerosos documentos
del archivo escolar del instituto,
destrozados o requemados. A pesar de la proximidad en que nos encontrábamos los
de la cochera y de la pedrea que llovió sobre nosotros, no hubo ningún herido.
Ibamos de milagro en milagro.
Sin
embargo, tuvimos nuestros mártires en aquel trance. El culto y virtuoso párroco
de Santa María de la Corte
de esta ciudad, no se por qué, quizá por no alzar los brazos en la huída al ser
requerido por el «alto» del escopetero, cayó víctima de una descarga. También
murieron dos religiosos paúles, a quienes cogió la voladura del instituto. Uno
de ellos, el P. Pallarés, director espiritual del seminario, anduvo con tan
mala fortuna, por sobre los escombros de las bombas, que cayó gravemente
herido. Se le dio a escape la absolución. Al día siguiente, el 14, lo vi
tendido en la calle de Santa Susana, en posición supina, con una gran viga de
hierro sobre la garganta y dos tiros en la cabeza. El H. Salustiano, simpático
y santo viejo de más de sesenta años, portero y despensero del seminario,
apareció días después bajo los escombros.
La
explosión dinamitera no resolvió nuestra situación jurídico-revolucionaria. Los
camaradas nos llevaron prisioneros al primer piso de la casa número 5 de la
calle redicha de Santa Susana. Montaron guardia durante un corto tiempo. Luego
desaparecieron, dejándonos en la incertidumbre de nuestro destino. Las horas de
aquella noche, del 13 al 14 pasaron lentísimas, como si las tinieblas se
complacieran en prolongar nuestra agonía y se resistieran a dejar paso a la
aurora de nuestra liberación. Desde el piso-cárcel contemplábamos, a lo largo
de aquella trágica noche, cómo ardían los mejores edificios de Oviedo,
iluminando con siniestra llama la ciudad, carente durante la revolución de la
iluminación eléctrica. No nos rebullíamos por temor de ser descubiertos por los
que pasaban por delante de nosotros. Pasaban los camaradas echando maldiciones.
«Nos han vendido», clamaban rabiosamente. Oímos el timbre de una voz de mujer
que exclamaba: «La tropa, la tropa». ¿Trae bandera roja? -replicó un camarada.
Se les veía derrotados, desorientados, desalentados. La calle empezó a verse
cubierta de fusiles y revólveres abandonados. Los terribles de días antes huían
a la desbandada a la vista de la tropa regular.
Cuando
amaneció el día 14 oímos un entusiasta ¡Vivan las tropas regulares!, y luego el
vibrar del cornetín que sonó dulcísimo a nuestros oídos. Nos entregamos a la
tropa libertadora hacia eso de las nueve y desde aquel momento nos consideramos
libres. Nos abrazamos efusivamente los compañeros de sufrimiento, llamándonos
hijos del milagro -y lo éramos-, y como era sábado y reconocíamos, porque era
evidente, la singular protección de la Santísima Virgen ,
propusimos allí mismo, antes de separarnos, celebrar una fiesta solemne, un
sábado, en acción de gracias a nuestra celestial libertadora.
Los
prisioneros carmelitas, a quienes se refiere la crónica, fuimos los padres
Robustiano, Eleuterio, Antolín, y el que suscribe, los once colegiales y el Hº
Anselmo. Total, dieciséis.
EL
MÁRTIR CARMELITA
Aunque se ha de escribir más largo
acerca de la persona y del martirio del R. P. Eufrasio del Niño Jesús, superior que era de esta comunidad, quiero resumir aquí sus andanzas durante
la revolución y el trágico y glorioso desenlace de su vida piadosísima.
Ya
se dijo que el P. Eufrasio (q. e. g. e.), viendo cerca del convento a los
escopeteros revolucionarios, no se había decidido a salir por la puerta, sino
que saltó por la tapia de la huerta conventual al jardín contiguo,
perteneciente a una casa del Marqués de San Feliz. Al caer de la tapia -alta de
unos cuatro a cinco metros- se produjo una luxación en la cadera, de suerte
que, no pudiendo levantarse, pidió auxilio, que le fue prestado prontamente por
los vecinos. En compañía de los vecinos de dicha casa pasó el P. Eufrasio desde
el sábado, 6, hasta el viernes 12, diligentemente atendido en su dolencia por
todos los que le rodeaban, edificando con sus modales tan mansos y tan
religiosos, con su palabra tan culta y edificante, y sobre todo con su
conducta, empapada de religiosidad. ¡Dios sabe lo que pasaría entonces por su
alma tan sensible! Sabemos que le preocupaba hondamente la suerte de la comunidad, especialmente la de los
prisioneros. La caída y las angustias hubieron de afectarle tanto, que sus
evacuaciones aparecían sanguínolentas, efecto de su organismo quebrantado.
Entre
los propósitos que, manifestó en la intimidad a alguno de los vecinos, uno fue
que había resuelto pedir a los
superiores permiso para ir a misionar a tierra de infieles un año por
cada día que durara la revolución.
El
día 12 cayó un cascote de granada en la casa, y todos los vecinos decidieron
ausentarse, corriéndose a otra. El P. Eufrasio andaba con gran dificultad,
sosteniéndose en las paredes o en alguna silla. Pensando, sin duda, ser gravoso
a los del grupo, solicitó ser llevado al hospital provincial. Para prudente
disimulo de su personalidad, cambió de traje, vistiendo, en vez del negro que
llevaba, otro más disimualdo: chaqueta azul, camisa negra rayada, pantalón
negro, zapatillas de paño con hevillas, boina... Hasta se dejó su tanto de
bigote. Al llegar al hospital, trasportado por los camaradas en camilla,
viéndose rodeado del personal de servicio, gente conocida de las hermanas y
seguramente de él -que tanto frecuentaba aquel lugar-, manifestó reservadamente
su personalidad. Ignoraba el pobre el ambiente que dominaba. Dos practicantes
que oyeron su manifestación se apresuraron a delatarle. Nuevamente interrogado
por los revolucionarios, al decirle ellos que se hallaba entre caballeros, se
decubrió en estos términos: «pues si estoy entre caballeros, les digo que yo
soy el superior de los padres carmelitas». ¡Caballeros! Al momento se le formó
consejo de guerra y de cinco individuos que lo constituían, cuatro le
condenaron a muerte. «Y me decían que me hallaba entre caballeros!», se le oyó
decir al P. Eufrasio.
Hubiéranle
fusilado cerca de donde estaba, si no se hubiese opuesto el discordante de la
condena. Se le quiso salvar. Se le arrojó una blusa de enfermero para ver si
podía evadirse de algún modo. Un médico le sustrajo una «medalla» -así la
llama- en forma de corazón, que creyó podía comprometerle, medalla o detente
metálico que se apropió una enfermera roja, le besó y se lo metió en el
bolsillo.
Los cuatro partidarios de la ejecución se
percataron de la estratagema. Le tomaron por su cuenta y, sacándole del
hospital y metiéndole en un magnífico auto, se fueron en busca de la otra
víctima codiciada, que debía correr la misma suerte. Afirma una persona que
habló con él cuando le llevaban en el coche, que estaba sereno, siempre con su
semblante de dulce y comprensiva benignidad. La rebusca de la otra víctima les
resultó inútil. Dios les cegó, pues estaba en medio de ellos, a buen recaudo en
el instituto-cárcel. Defraudados, se
llevaron al P. Eufrasio al mercado viejo de ganado, sito en el barrio de San
Lázaro, a la entrada de Oviedo por la carretera de Mieres-Castilla. Bajado a
empellones del auto y empujado brutalmente al lugar de la ejecución, se oyó
decir a sus verdugos «que le habían venido machacando los pies». Al persuadirse
de que iban a fusilarlo dijo en voz que oyeron varios circunstantes: “No me
matéis, hijos míos”. Casi a rastras, por su cojera, fue conducido al sitio elegido,
mientras continuaba diciendo: “Yo os perdono”. Abrió los brazos en ademán de
abrazarlos, abrazo que ellos naturalmente repelieron. Exclamó dos veces
seguidas: ¡Viva Cristo Rey!, a lo que los verdugos contestaron: «pues lo vas a
decir por última vez». El P. Eufrasio juntó sus manos en actitud orante, y al
ver delante de sí, a pocos pasos, a tres encañonándole al pecho, gritó de
nuevo: ¡Viva Cristo Rey!, y a la descarga de tres fusiles caía herido de
muerte, a corta distancia de la entrada en el mercado a mano derecha. No quedó
muerto en el acto. Todavía siguió moviendo los labios, musitando, sin duda, una
oración. ¿No se acordaría de sus verdugos, como Cristo en la cruz? Como aún
rebullía, según la expresión de un testigo, le hicieron con el revólver un
cuarto disparo que consumó el sacrificio. Eran sobre las doce del día del
Pilar. Antes de pegarle e1 tiro de gracia, una mujer, impulsada por un
sentimiento natural de misericordia, cogió al asesino del brazo, exclamando:
-«Por
Dios, déjale ya».
-«Aquí
no, hay más dios, que nosotros. Y si tú chillas, también habrá para tí»,
respondió con altivez el asesino.
Tendido
en el suelo parece haber sido cacheado. Todavía pudimos, después de seis días
que permaneció insepulto, recoger en el lugar mismo de la ejecución su
escapulario interior pequeño, y un botecito de jabón de afeitar traído por él
de Polonia, reliquias que están en nuestro poder. También hemos recogido la
piedra, teñida de sangre, sobre la cual cayó la cabeza del mártir.
Su
cuerpo permaneció en el lugar del martirio desde el viernes 12, hasta el jueves
18, día en que recogido por la
Cruz Roja , fue llevado al horno crematorio de San Roque, en
el mismo barrio. No tenemos, pues, su cuerpo; pero ¿qué importa el engarce, si
la perla está en el cielo? De la suerte del P. Eufrasio no empezamos a saber
hasta el dicho jueves 18, casi de noche. Descubierta la pista, una persona,
doña Marcelina Victorero, que ha desarrollado y viene desarrollando en la
investigación de las circunstancias del martirio del P. Eufrasio una labor
meritísima, voló a San Lázaro a la mañana siguiente, y preguntando con gran
solicitud y acierto logró no sólo poner de manifiesto la verdad sustancial de
la muerte, sino las circunstancias que hemos apuntado, circunstancias
presenciadas por testigos oculares, que se las refirieron y nos las refirieron,
y de las cuales están prestando declaraciones juradas ante la autoridad
eclesiástica.
Los
funerales del elegido de Dios, celebrados el 22, atrajeron a nuestra iglesia
una verdadera avalancha de público, distinguiéndose por su número la asistencia
de los caballeros que veneraban en el P. Eufrasio a su prudente y celoso
director espiritual. Que el mártir pida ante el trono de Dios por España.
Su
vida de profunda e inteligente piedad, de ejercicio nada común de las virtudes,
en especial de la humildad, pureza y caridad, y su muerte tan santamente
heróica, le han conquistado tal aureola de popularidad en Oviedo, que son ya en
gran número las personas que piden sus reliquias, las reliquias del religioso
que supo vivir y morir, como viven y mueren o desean morir los santos.
EL
CONVENTO
El
8 se apoderaron de él los revolucionarios. Amenazaron destruirlo. En la prisión
se nos dijo que lo habían derrumbado. Lleváronse útiles de los religiosos y dos
copones vacíos. La custodia nueva apareció en la huerta, algo estropeada. El
edificio, por la explosión del polvorín del
instituto, quedó resquebrajado en bastantes puntos y sin cristales,
importando los desperfectos algunos miles de duros.
Libres
de la prisión el 14, pudimos el día 15 celebrar con misa solemne la festividad
de nuestra Madre Santa Teresa de Jesús, la gran Santa española, a quien de todo
corazón rogamos por la salvación de su España, la España de Dios por la cual
hemos sufrido.
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