El
Domingo de Ramos es la única ocasión, en todo el año, en que se escucha por
entero el relato evangélico de la
Pasión. Lo que más impresiona, leyendo la pasión según
Marcos, es la relevancia que se da a la traición de Pedro. Primero es anunciada
por Jesús en la última cena; después se describe en todo su humillante
desarrollo.
Esta
insistencia es significativa, porque Marcos era una especie de secretario de
Pedro y escribió su Evangelio uniendo los recuerdos y las informaciones que le
llegaban precisamente de él. Fue por lo tanto el propio Pedro quien divulgó la
historia de su traición. Hizo una especie de confesión pública. En el gozo del
perdón encontrado, a Pedro no le importó nada su buen nombre y su reputación
como cabeza de los apóstoles. Quiso que ninguno de los que, a continuación,
cayeran como él, desesperasen del perdón.
Es
necesario leer la historia de la negación de Pedro paralelamente a la de la
traición de Judas. También ésta es preanunciada por Cristo en el cenáculo,
después consumada en el Huerto de los Olivos. De Pedro se lee que Jesús se
volvió y «le miró» (Lc 22,61); con Judas hizo más aún: le besó. Pero el
resultado fue bien distinto. Pedro, «saliendo fuera, rompió a llorar
amargamente»; Judas, saliendo fuera, fue a ahorcarse.
Estas
dos historias no están cerradas; prosiguen, nos afectan de cerca. ¡Cuántas
veces tenemos que decir que hemos hecho como Pedro! Nos hemos visto en la
situación de dar testimonio de nuestras convicciones cristianas y hemos
preferido mimetizarnos para no correr peligros, para no exponernos. Hemos
dicho, con los hechos o con nuestro silencio: «¡No conozco a ese Jesús de quien
habláis!».
Igualmente
la historia de Judas, pensándolo bien, en absoluto nos es ajena. El padre Primo
Mazzolari tuvo una predicación famosa un Viernes Santo sobre «nuestro hermano
Judas», haciendo ver cómo cada uno de nosotros habría podido estar en su lugar.
Judas vendió a Jesús por treinta denarios, ¿y quién puede decir que no le ha
traicionado a veces hasta por mucho menos? Traiciones, cierto, menos trágicas
que la suya, pero agravadas por el hecho de que nosotros sabemos, mejor que
Judas, quién era Jesús.
Precisamente
porque las dos historias nos afectan de cerca, debemos ver qué marca la
diferencia entre una y otra: por qué las dos historias, de Pedro y de Judas,
acaban de modo tan distinto. Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho,
pero Judas también tuvo remordimiento, tanto que gritó: «¡He traicionado sangre
inocente!», y devolvió los treinta denarios. ¿Dónde está entonces la diferencia?
Sólo en una cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no!
En
el Calvario, de nuevo, ocurre lo mismo. Los dos ladrones han pecado igualmente
y están manchados de crímenes. Pero uno maldice, insulta y muere desesperado;
el otro grita: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino», y se Le oye
responder: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
Vivir
la Pascua
significa vivir una experiencia personal de la misericordia de Dios en Cristo.
Una vez un niño, al que se le había relatado la historia de Judas, dijo con el
candor y la sabiduría de los niños: «Judas se equivocó de árbol para ahorcarse:
eligió una higuera». «¿Y qué debería haber elegido?», le preguntó sorprendida
la catequista. «¡Debía colgarse del cuello de Jesús!». Tenía razón: si se
hubiera colgado del cuello de Jesús, para pedirle perdón, hoy sería honrado
como lo es San Pedro.
Conocemos
el antiguo «precepto» de la
Iglesia : «Confesarse una vez al año y comulgar al menos en
Pascua». Más que una obligación, es un don, un ofrecimiento: es ahí donde se
nos ofrece la ocasión de «colgarnos del cuello» de Jesús.
P. Raniero Cantalamessa,
ofmcap
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