De
judío a carmelita tras un regalo de Liszt, una deuda de juego y una bendición
con el Santísimo
Luis
J.F. Frontela / OCDCastilla.org
Con
Hermann Cohen, el padre Agustín María del Santísimo Sacramento (1820-1871),
conocido popularmente como Padre Hermann, nos encontramos con un personaje
típico del siglo XIX: judío que vive en la indiferencia de la fe y la práctica
en un momento de crisis de la conciencia judía, joven músico que conoce la
fama, empedernido jugador lleno de dudas y de acreedores, convertido a la fe
católica y pronto religioso y sacerdote carmelita, y como tal uno de los
puntales del proceso de restauración católica que se da en Francia a mediados
del siglo XIX.
El
gran Liszt, en el inicio de su conversión
A
la altura de 1837, ante la invitación que le hizo Liszt de ilustrarse un poco
con la lectura de algunas obras filosóficas y el regalo que le hizo de una
Biblia, donde le puso la siguiente dedicatoria: "Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios", Hermann tuvo deseos de
convertirse, pero él mismo confiesa que no sabía a qué, si al catolicismo o al
protestantismo. Estos deseos se le pasaron pronto. Será en 1847, cuando lleno
de deudas contraídas con el juego, 30.000 francos, para lo cual necesitaría de
dos años para pagar a sus acreedores, sucede un hecho que cambia radicalmente
la vida de Hermann, el golpe de la gracia.
Remordimientos
en la bendición del Santísimo
El
hecho de la conversión lo relata el mismo Hermann en carta al sacerdote, judío
converso, Alfonso María de Ratisbona. Fue un viernes del mes de mayo de 1847,
cuando el príncipe de Moscú pide a Hermann que le reemplace en la dirección de
un coro que dirigía en la iglesia de Santa Valeria en París. Hermann, que vive
en la vecindad, va allí con gusto: "Acepté, inspirado únicamente por amor
al arte musical y por la satisfacción de hacer un favor". Y en el acto
final de la bendición con el Santísimo, experimenta "una extraña emoción,
como remordimiento por tomar parte en la bendición, en la cual carecía
absolutamente de derechos para estar comprendido". El mismo nos dice que
la emoción era grata y fuerte, y que sintió "un alivio desconocido",
y termina diciendo que "me vi obligado a inclinarme hacia el suelo, sin
que mediara mi voluntad".
Hermann
volvió a la misma iglesia los siguientes viernes y, siempre en el acto en que
el sacerdote bendecía con la custodia a los fieles arrodillados, experimenta la
misma conmoción espiritual, caracterizada por la emoción, el remordimiento y el
alivio. Pasado el mes de mayo, y con los actos en honor de María, Hermann
continua yendo cada domingo a Santa Valeria para asistir a Misa, y siente la
necesidad de conocer la piedad y la doctrina cristiana.
Cambio
de opinión sobre los sacerdotes
El
mismo nos cuenta que en casa de su amigo Adalberto de Beaumont, donde vivía,
tomó un viejo devocionario de la biblioteca, y que entró en contacto con el
padre Legrand, de la curia arzobispal de París, a quien califica de
"hombre instruido, modesto, bueno, franco, esperándolo todo de Dios y nada
de sí mismo". El contacto con este eclesiástico produce en él un efecto
positivo, dejar a un lado los prejuicios que tenía a los sacerdotes, fruto de
sus lecturas y de los comentarios sobre los mismos en los círculos en los que
se había movido. Para él, y hasta ese momento, los sacerdotes, de los que tenía
miedo, eran unos intolerantes, que siempre "tienen en los labios la
amenaza de la excomunión y la condena a las llamas del infierno". Les
consideraba "seres antisociales, y a los monjes les veía como monstruos,
iguales a antropófagos"
Lágrimas
en la elevación
A
comienzos de agosto, debido a sus compromisos, abandona París para ir a dar un
concierto a Ems, Alemania. Lo primero que hace al llegar a Ems, 7 de agosto, es
visitar al párroco de la iglesia católica. Hermann confiesa que "el
segundo día después de mi llegada, era un domingo, el 8 de agosto, y, sin
respeto humano, a pesar de la presencia de mis amigos, fui a oír Misa. Allí,
poco a poco, los cánticos, las oraciones, la presencia invisible, y sin embargo
sentida por mí, de un poder sobrehumano, empezaron a agitarme, a turbarme, a
hacerme temblar. En una palabra, la gracia divina se complacía en derramarse
sobre mí con toda su fuerza. En el acto de la elevación, a través de mis
párpados, sentí de pronto brotar un diluvio de lágrimas que no cesaban de correr
a lo largo de mis mejillas... ¡Oh momento por siempre jamás memorable para la
salud de mi alma! Te tengo ahí, presente en la mente, con todas las sensaciones
celestiales que me trajiste de lo Alto... Invoco con ardor al Dios todopoderoso
y misericordioso, a fin de que el dulce recuerdo de tu belleza quede
eternamente grabado en mi corazón, con los estigmas imborrables de una fe a
toda prueba y de un agradecimiento a la medida del inmenso favor de que se ha
dignado colmarme".
En
Ems experimentó un fuerte remordimiento por su vida pasada, por la cual se cree
merecedor de "toda la cólera del Juez soberano", lo que le lleva a
hacer una confesión interior y rápida de todas las enormes faltas cometidas
desde su infancia faltas cometidas: "Las veía allí mismo, desparramadas
ante mí, a millares, horrendas, repulsivas"... Pero a la vez siente
"el bálsamo consolador, que el Dios de misericordia me las perdonaría, que
desviaría de mis crímenes la mirada, que tendría piedad de mi sincera
contrición y de mi amargo dolor... Sí, sentí que me concedía su gracia y que al
perdonarme aceptaba en expiación la firme resolución que hacía de amarlo sobre
todas las cosas y desde entonces convertirme a El".
Afirma
Hermann que, al salir de la iglesia de Ems, era ya cristiano, "tan cristiano
como es posible serlo cuando no se ha recibido aún el santo bautismo".
El
dolor de ver comulgar
A
partir de este momento, y hasta su bautismo, va a vivir un intenso mes de
agosto. De la mano del abate Legrand todas las noches profundiza en el conocimiento
de la doctrina y moral católica, para lo cual siguen el Compendio de la
doctrina cristiana de Lhomond.
Personalmente
se impone la obligación de asistir a misa diariamente. Él mismo dice que cuando
asistía a misa, al ver que los fieles se acercaban a la mesa eucarística
experimentaba un gran dolor por que "no me es dado asistir a este instante
supremo sin llorar por la privación que me hace morir". Es lo que el llama
"milagro del sabor de la
Eucaristía " que se traducía en lágrimas, sabor,
enternecimiento. Igualmente asiste al rezo de vísperas y a cualquier otra
función que se realizase en la iglesia; tiene momentos de oración, tanto por la
mañana, como por la noche, y guarda la castidad y la abstinencia.
La
última tentación
Su
bautismo tendrá lugar el día 28, festividad de San Agustín. Se preparó para el
mismo encerrándose en su casa y realizando una novena de oración, escogiendo
para ella el oficio de Nuestra Señora y el de los difuntos.
La
noche antes del bautismo vuelve a tener una experiencia que el define como
trágica, a través de un sueño se le representa de un modo seductor toda su vida
anterior. Cuenta Hermann que ante estas visiones, "jadeante, me tiro fuera
de la cama, me arrojo a los pies del crucifijo, y allí, los ojos arrasados en
lágrimas, imploro el socorro misericordioso del Todopoderoso, la asistencia de la Santísima y purísima
Virgen María. En seguida la tentación huye".
La
conversión de los judíos
Por
fin, el sábado 28 de agosto, fiesta de San Agustín, a las tres de la tarde, en
la capilla de Nuestra Señora de Sión de París, recibe el bautismo de manos del
padre Teodoro de Ratisbona, cambiando su nombre, Hermann por el de Agustín
María y Enrique. La ceremonia comenzó con el canto las letanías por la
conversión de los judíos, compuestas por el padre Teodoro de Ratisbona y
recitadas todos los días en la capilla de Nuestra Señora de Sión:
¡Jesús
de Nazaret, rey de los judíos, ten piedad de los hijos de Israel! /
¡Jesús,
divino Mesías esperado por los judíos! ¡ten piedad de los hijos de Israel! /
¡Jesús,
el deseadi de las naciones, Jesús de la tribu de Judá, Jesús que curaste a los
sordos, a los mudos y a los ciegos, ¡ten piedad de los hijos de Israel! /
¡Cordero
de Dios, que borras los pecados del mundo, perdónalos, porque no saben lo que
hacen!
Vida
de fe
Hermann
describe el momento de la siguiente manera: "De pronto, mi cuerpo se
estremeció, y sentí una conmoción tan viva, tan fuerte, que no sabría
compararla mejor que al choque de una máquina eléctrica. Los ojos de mi cuerpo
se cerraron al mismo tiempo que los del alma se abrían a una luz sobrenatural y
divina. Me encontré como sumido en un éxtasis de amor, y, como a mi santo
patrón, me pareció participar, en un impulso de corazón, de los goces del
Paraíso y beber el torrente de delicias con las que el Señor inunda sus
elegidos en la tierra de los vivos...".
El
8 de septiembre recibe la primera comunión, y, a partir de este momento
comienza a comulgar frecuentemente, ya que por aquel entonces no era normal la
comunión diaria.
A
partir de su bautismo empieza una vida nueva para Hermann Cohen. Al margen de
tomarse en serio su vida cristiana, marcada por la piedad, la sencillez de
vida, la búsqueda del retiro, y la participación en las Conferencias de San
Vicente de Paúl, donde "durante los dos años en que me vi obligado a
esperar en el mundo la hora de mi partida para la soledad hallé el antídoto al
desabrimiento que el contacto cotidiano con el mundo produce en el alma del
cristiano".
El
cambio radical de vida que experimentó le lleva a ser incomprendido por sus
propias amistades. Él mismo afirma que "las damas siente que me haya
perdido para el mundo a causa de mi devoción". Actúa como un verdadero
converso, convencido de haber encontrado la verdad y la felicidad en el seno
del catolicismo, y tratando de convertir o hacer volver a la práctica a sus
amigos más cercanos que, cansados "de mi devoción", le echan en cara,
como sucede con la Baronesa
de Saint-Vigor, ser un egoísta "porque no quiero más a mis amigos que mi
salvación".
La
conversión de los hermanos
Uno
de los propósitos que se hizo una vez católico fue la de convertir a todo el
mundo y llevar al seno de la
Iglesia a todos los extraviados, de una manera especial a los
judíos: "He hecho voto de hacer todo lo humanamente posible para la
conversión de los judíos". El padre Alfonso María de Ratisbona incluso le
llegó a prohibir que debatiese cuestiones religiosas, por la vehemencia que
ponía en la discusión, y sobre todo "porque soy demasiado ignorante".
No es de extrañar que algunos de sus amigos, en concreto Adalberto de Beaumont,
un bohemio y artista, con quien realizó diversos viajes por Europa y con quien
vivía en su casa, considere su conversión como "una calaverada", y le
reproche que de seguir por ese camino de querer convertir a todo el mundo
terminará por volverse loco.
Si
en los amigos no fue bien comprendido por su conversión, menos lo fue, al
principio por su familia. Para un judío, por secularizado que estuviera,
pasarse al catolicismo era una traición. Los más cercanos a Hermann, su hermana
y su hermano Luis, intentaron ocultar el hecho de la conversión a su madre,
pero ésta, que le había acompañado desde que dejaron Hamburgo, aunque él no
siempre había seguido sus consejos, al enterarse de la conversión de su Hermann,
la consideró como una más entre las muchas locuras de su hijo. Más radical fue
la reacción del padre, que cortó toda la relación con el hijo al que,
maldiciéndole por haberse hecho católico, le desheredó.
La
orden de los verdaderos judíos
Rota
la comunicación con su padre, por el contrario llevó siempre una buena relación
con su madre, su hermano Luis, y su hermana, a los que, antes de profesar como
Carmelita, e intentando suavizar un poco el hecho de haber entrado en el
Carmelo Descalzo, les escribe: "Lo que tanto temíais no va a suceder. No,
no me veréis en París con sotana de sacerdote; ni me veréis de misionero,
aunque sea cosa excelente. He escogido otro destino. Voy a tomar como
patrimonio la soledad, el retiro, el silencio, la vida oculta e ignorada, una
vida de abnegación. En una palabra, me hallo en el noviciado de una Orden
religiosa famosa en la historia por sus austeridades, sus penitencias y su amor
a Dios. Esta Orden tuvo su origen entre los judíos, 930 años antes de
Jesucristo. El profeta Elías del Antiguo Testamento la fundó en el monte
Carmelo, en Palestina. Es una Orden de verdaderos judíos, de los hijos de los
profetas que esperaban al Mesías, que creyeron en Él cuando vino, y que se han
perpetuado hasta nuestros días, viviendo siempre de la misma manera, con las
mismas privaciones del cuerpo y los mismos gozos del espíritu, como vivieron en
el monte Carmelo en Judea, hace unos 2800 años. Aun hoy día llevan el nombre de
Orden del Monte Carmelo..."
Al
fin de sus días, y antes de abandonar Francia por causa de la guerra
franco-prusiana, Hermann peregrinó al santuario de Nuestra Señora de Peyragude,
para agradecer a la Virgen
la gracia de haber bautizado a diez miembros de su familia. Desde el mismo
momento de su conversión hizo voto de consagrase a la conversión de los judíos,
"para que aquellos, que esperaban la venida del Mesías en el futuro,
fueran capaces de reconocerlo en Jesucristo", y se empeñó por llevar a la Iglesia católica a los
miembros de su familia.
Nuestra
Señora de Peyragude
Esta
última peregrinación de su vida, antes de partir al exilio, es respuesta de
agradecimiento a la que llevó a cabo en mayo de 1852, estando de conventual en
Agen, cuando peregrina con parte de la comunidad de carmelitas, clero y
seiscientos fieles de Agen, al Santuario de Nuestra Señora de Peyragude, donde
oró intensamente ante la Virgen ,
a quien se dirigió, como hija de Israel perteneciente a su misma familia,
pidiéndole por la conversión de su madre: "Madre de los cielos, por tu
divino Hijo he abandonado a una madre de la tierra: ¿me la devolverás un día?
Como antaño su hijo, ella todavía está sentada a la sombra de la muerte, y
espera para el futuro la llegada del Mesías. Ignora que para nosotros ya ha
aparecido esta brillante estrella de Jacob, y que su brillo irradia sin eclipse
desde hace dieciocho siglos en el firmamento de la Iglesia. Ella no
sabe que tú fuiste la aurora de la misma y que tu suave luz no cesa de guiar
los pasos de los más débiles mortales hacia este Sol de justicia, que Dios envió
para iluminar a todas las naciones y para glorificar a su pueblo".
Su
madre morirá el 13 de diciembre de 1855, sin abrazar la fe católica. Al
enterarse de la muerte de su madre, Hermann, a quien tanto había preocupado la
salvación de los suyos, exclamó: "Dios acaba de descargar un terrible
golpe sobre mi corazón. Mi pobre madre ha muerto... ¡y yo quedo en la
incertidumbre! Sin embargo, tanto se ha rogado que debemos esperar que entre su
alma y Dios algo habrá ocurrido en esos últimos instantes que nosotros no
conocemos".
Últimos
triunfos
Después
de muchas resistencias, y sin que su marido se enterase, Hermann bautiza a su
hermana, quien tuvo que vencer el miedo de perder a su hijo si aceptaba la fe
católica. El bautismo de forma secreta tuvo lugar en la víspera del Sagrado
Corazón: el 19 de junio de 1852 le administra el bautismo y la primera
comunión. La conversión de su hermana llevará al catolicismo a su sobrino
Jorge, a quien bautiza el 10 de noviembre de 1856 en la capilla de las
religiosas del Santísimo Sacramento de la Calle el infierno de París. El bautismo del
sobrino hizo que el padre del niño y la familia del padre Herman apartasen al
pequeño de su madre y lo llevasen a Hamburgo, donde le internan en un colegio
protestante, en expresión del padre Hermann a "un pensionado dirigido por
herejes", con la intención de que se olvidase de la fe católica y volviese
al seno del judaísmo: "Su hijo no volverá a verlo hasta que haya jurado
ante Dios que lo educará en la religión judía y que no manifestará por ningún
signo exterior de la religión católica que ha abrazado".
La
perseverancia en el catolicismo de su sobrino Jorge, al que invita a mantener
buenas relaciones con sus tíos, llevará al Alberto, el hermano mayor de
Hermann, a abrazar el catolicismo, recibiendo el bautismo en Hamburgo el 19 de
mayo de 1862.
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