Honor y respeto a los
difuntos
La Iglesia Católica, ya
desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de
una atmósfera de respeto sagrado. Esto y las honras fúnebres que siempre les ha
tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el
sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto
sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de
la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus
primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas
civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su
verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad
del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la
vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo
destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre
ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como
las cosas más santas.
Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el
modo mismo de enterrar los cadáveres.
Funerales y sepultura
Pero esto en nada afectó al
sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió
profesando a sus hijos difuntos.
De ahí que a pesar de las
prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme en su
voluntad de honrarlos.
Y así se estableció que,
antes de ser enterrado, el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado
delante del altar, fuese celebrada la Santa Misa en sufragio suyo.
Esta práctica, ya casi común
hacia finales del s. IV y de la que San Agustín nos da un testimonio claro al
relatar los funerales de su madre Santa Mónica en sus Confesiones, se ha
mantenido hasta nuestros días.
San Agustín también
explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían
ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores
espirituales de la oración: “Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la
piedad hacia los difuntos, creo que de nada serviría a sus almas el que sus
cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo. Siendo así,
convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos si ofrecemos por
ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna” (De cura pro
mortuis gerenda, 3 y 4).
Comprendiéndolo así, la
Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los
cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus depósitos
espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso
aplicárselos a sus difuntos, tomando por práctica ofrecer en determinados días
sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó San Agustín sacrificium pretii
nostri, el sacrifico de nuestro rescate.
Ya en tiempos de San Ignacio
de Antioquia y de San Policarpo se habla de esto como de algo fundado en la
tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad
eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que
la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires.
Los difuntos en
la liturgia
Por otra parte, ya desde el
s. III es cosa común a todas las liturgias la memoria de los difuntos.
Es decir, que además de
algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas
las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria
—memento— de los difuntos.
Este mismo espíritu de
afecto y ternura alienta a todas las oraciones y ceremonias del maravilloso
rito de las exequias.
La Iglesia hoy en día
recuerda de manera especial a sus hijos difuntos durante el mes de noviembre,
en el que destacan la “Conmemoración de todos los Fieles Difuntos”, el día 2 de
noviembre, especialmente dedicada a su recuerdo y el sufragio por sus almas; y
la “Festividad de todos los Santos”, el día 1 de ese mes, en que se celebra la
llegada al cielo de todos aquellos santos que, sin haber adquirido fama por su
santidad en esta vida, alcanzaron el premio eterno, entre los que se encuentran
la inmensa mayoría de los primeros cristianos.
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