martes, 11 de julio de 2017

PENAL DE SAN ANTONIO


Martín C. tiene 38 años y asegura que no podía pasar un día sin consumir marihuana. Cuando fumaba esta droga, recostado sobre una desvencijada payasa (colchón de paja), empezaba a maquinar planes para causar altercados con sus compañeros de celda y agarrarse a golpes con ellos. Confiesa que sentía frustración en su interior y veía en la violencia la única forma de desahogarse.
El interno, quien se encuentra recluido en un penal del Casco Viejo de la ciudad de Cochabamba desde hace seis años (prefiere que no se publique el nombre de la cárcel), admite que en una oportunidad rompió la nariz de uno de los reclusos, a quien golpeó con una madera. Sin embargo, él no siempre salió bien parado de las refriegas. En una ocasión le partieron la cabeza y tuvieron que hacerle al menos seis puntos en la enfermería.
Los pocos amigos que tenía, según su relato, se fueron alejando de su entorno, debido a su carácter violento y a su mal humor. Martín rememora que, de manera providencial, su vida cambió radicalmente hace dos años, en marzo de 2015. Uno de sus compañeros de celda le habló de los servicios religiosos que había en el penal y le animó a asistir, los días domingos.
Al principio, Martín tomó de mala manera esta invitación, y le dijo en forma tajante a su compañero de celda que "ni loco" asistiría, porque él había perdido "la poca fe" que tenía antes de ser arrestado y encarcelado. En los primeros meses de encierro, sus amigos y algunos familiares solían ingresar al penal, por lo menos dos veces a la semana, pero después "desaparecieron como por arte de magia".
Un día -recuerda Martín-, encontró en el piso de su celda un libro con una variedad de mensajes. El primero que leyó decía: "La esperanza es lo último que se pierde". Y, en ese momento, se animó a aceptar la invitación de su compañero.
A media mañana de un domingo de marzo de 2015 (no recuerda la fecha exacta) escuchó en la eucaristía el mensaje del sacerdote católico. Un poco más de dos años después de haber oído esa reflexión, que según él estaba hecha a su medida, Martín piensa diferente, considera que la violencia es un error, no soluciona nada y más bien envilece el alma.
Ese domingo, según recuerda Martín, el sacerdote les habló de la bondad, la reciprocidad, el perdón, y que todos pueden redimirse, si realmente lo desean en su corazón. Desde ese día, acude regularmente a los servicios religiosos y anima a sus amigos a escuchar las misas que se imparten en el penal.


Señala que una vez que recupere su libertad, y que vuelva a ver a su hijo de 12 años, tratará de seguir en la senda que se ha trazado: trabajar duro y, en lo posible, ayudar a los demás, aconsejándoles a ser personas de bien.

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