Martín C. tiene 38 años y asegura
que no podía pasar un día sin consumir marihuana. Cuando fumaba esta droga,
recostado sobre una desvencijada payasa (colchón de paja), empezaba a maquinar
planes para causar altercados con sus compañeros de celda y agarrarse a golpes
con ellos. Confiesa que sentía frustración en su interior y veía en la
violencia la única forma de desahogarse.
El interno, quien se encuentra
recluido en un penal del Casco Viejo de la ciudad de Cochabamba desde hace seis
años (prefiere que no se publique el nombre de la cárcel), admite que en una
oportunidad rompió la nariz de uno de los reclusos, a quien golpeó con una
madera. Sin embargo, él no siempre salió bien parado de las refriegas. En una
ocasión le partieron la cabeza y tuvieron que hacerle al menos seis puntos en
la enfermería.
Los pocos amigos que tenía, según
su relato, se fueron alejando de su entorno, debido a su carácter violento y a
su mal humor. Martín rememora que, de manera providencial, su vida cambió
radicalmente hace dos años, en marzo de 2015. Uno de sus compañeros de celda le
habló de los servicios religiosos que había en el penal y le animó a asistir,
los días domingos.
Al principio, Martín tomó de mala
manera esta invitación, y le dijo en forma tajante a su compañero de celda que
"ni loco" asistiría, porque él había perdido "la poca fe"
que tenía antes de ser arrestado y encarcelado. En los primeros meses de
encierro, sus amigos y algunos familiares solían ingresar al penal, por lo menos
dos veces a la semana, pero después "desaparecieron como por arte de
magia".
Un día -recuerda Martín-,
encontró en el piso de su celda un libro con una variedad de mensajes. El
primero que leyó decía: "La esperanza es lo último que se pierde". Y,
en ese momento, se animó a aceptar la invitación de su compañero.
A media mañana de un domingo de
marzo de 2015 (no recuerda la fecha exacta) escuchó en la eucaristía el mensaje
del sacerdote católico. Un poco más de dos años después de haber oído esa
reflexión, que según él estaba hecha a su medida, Martín piensa diferente,
considera que la violencia es un error, no soluciona nada y más bien envilece
el alma.
Ese domingo, según recuerda
Martín, el sacerdote les habló de la bondad, la reciprocidad, el perdón, y que
todos pueden redimirse, si realmente lo desean en su corazón. Desde ese día,
acude regularmente a los servicios religiosos y anima a sus amigos a escuchar
las misas que se imparten en el penal.
Señala que una vez que recupere
su libertad, y que vuelva a ver a su hijo de 12 años, tratará de seguir en la
senda que se ha trazado: trabajar duro y, en lo posible, ayudar a los demás,
aconsejándoles a ser personas de bien.
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