Cuando
los Reyes Magos supieron que un niño rey iba a nacer se apresuraron a montar su
comitiva para poder llegar a tiempo al fastuoso evento. En su condición real
sabían lo que es tener sirvientes, pajes y esclavos, y siempre buscaban los
mejores camellos de las mejores casas, para viajar sobre ellos revestidos de
toda su majestad.
Pero
este año el camello del rey Baltasar necesitaba ser reemplazado, pues ya había
cumplido tantos años de servicio que previsiblemente no podría aguantar un
viaje más. El rey era muy exigente con su transporte y gustaba de ir
personalmente a examinar las bestias que se usarían para su servicio, por lo
que salió de compras con su paje Aminadab donde Barisaí, un comerciante de
animales que tenía fama de vender los mejores camellos del lugar.
Nervioso
por la llegada del monarca se apresuró en mostrar sus camellos más elegantes y
majestuosos al rey. Barisaí se preciaba de tener los más pura sangre y para su
sorpresa ninguno parecía agradar al ya impaciente rey, el cual rechazaba uno
tras otro diciendo “este no es”. Terminado el desfile, Aminadab le preguntó
“¿no tendrás algún otro escondido?” A lo que Barisaí respondió “me queda el más
joven, apenas hace un mes que ha terminado de desarrollarse, pero tiene un
defecto, es más pequeño de lo habitual, no creo que a su majestad le interese,
pero de todos modos se lo haré ver”.
Cuando
Baltasar vio el camello supo en su corazón que era el que habría de elegir e
hizo ademán de pagarlo, pero el comerciante se lo regaló por vergüenza profesional
al no tener éste las condiciones a sus ojos indispensables para un camello
real.
Y
así comenzó la marcha hacia el portal de Belén, con los tres reyes y sus pajes
siguiendo una corazonada que apenas habían vislumbrado oteando las estrellas.
La comitiva era bien singular, pues los Reyes Magos además de extranjeros y
astrónomos hablaban todas las lenguas cultas del lugar. Los camellos,
contagiados por la pomposidad de la comitiva caminaban altivos y orgullosos; no
en vano eran camellos de las mejores ganaderías del Oriente. Todos menos el
camello tarado de Baltasar, que se sentía acomplejado por su falta de altura y
caminaba el último convencido de no poder igualar el trote veloz de sus
compañeros.
Pasaron
los días y la estrella pareció perderse en el horizonte, y los magos
desconcertados escrutaban los cielos en busca de la misma. Quedaba ya poco para
el nacimiento del niño rey, y no podían permitirse perderse si querían llegar a
tiempo de agasajar al niño.
Durante
horas escudriñaron en vano. Buscaban la estrella en lo alto del cielo, desde la
altura de sus camellos, y esperaban que estuviera ahí arriba por lo que los
camellos se estiraban cuanto podían para hacer que sus amos vieran más arriba.
Era tal su confianza en que encontrarían la estrella que ni comían ni bajaban
la guardia un minuto para que los magos pudieran seguir mirando al cielo.
El
camello tarado de Baltasar estaba agotado, no tenía fuerzas para ponerse de
puntillas, y entendió por fin que no tenía nada que demostrar a los demás.
Rendido agachó el cuello para masticar un poco de paja, por lo que Baltasar
tuvo que dejar de mirar el cielo y al bajar la vista reparó por fin en que la
estrella se había posado sobre un punto no muy lejano en el horizonte.
Nuestro
camello se llenó de alegría porque su propia luz no le había impedido ver la
luz de la estrella.
A
partir de ahí todo se precipitó, pues raudos llegaron al pueblo que indicaba la
estrella. Los camellos adelantados de Melchor y Gaspar, acostumbrados a
palacios y lugares importantes, buscaron por todos los lugares ostentosos de
Belén. Rebuscaron en el palacio cercano, en la casa señorial, en las casas de
huéspedes. Y nadie daba con el niño, ni parecía saber dónde estaba.
Una
vez más los reyes habían perdido la estrella y no entendían dónde podía estar
aquel rey que había nacido, pues no acertaban a entender el tipo de rey que les
aguardaba.
El
paje Aminadab, que se encargaba de alimentar al camello de su señor Baltasar,
quiso detenerse un momento para abrevar a la bestia, y fue entonces cuando para
sorpresa de todos el camello que era tarado por ser pequeño y que nunca
caminaba altivo cual montadura de rey, se puso terco como una mula y no quería
beber del agua de los palacios, las casas señoriales y los lugares importantes
por donde pasaban. Algo le decía que buscara un abrevadero normal, más apto a
su condición de camello ordinario que a la de camello real.
Ni
corto ni perezoso, con Baltasar a los lomos, tomó el camello el camino de los
cerros aledaños a la ciudad donde los pastores tenían sus establos y todos le
siguieron ante la emoción de Baltasar quien empezó a ver una luz sobre un
pequeño establo excavado en una gruta en las afueras de la ciudad.
Era
el lugar donde el Niño Rey había nacido y a su puerta se veían unos pastores
asombrados mirando al quicio del portal como si alguien les hablara para
indicarles dónde adorar y entregar sus presentes.
Descabalgados
y a pie los reyes se acercaron al establo, y tuvieron que agachar la cerviz
para entrar en esa cueva donde dos animales calentaban el ambiente de un pobre
pesebre donde un José alborozado y una María gozosa acunaban bajo la luz de un
candil al niño más hermoso jamás alumbrado.
Como
el calor de un hogar, la luz de la tea junto con la sonrisa radiante del niño,
el gozo de los padres y la presencia de Dios hecho hombre irradiaban una paz y
un gozo luminosos difíciles de describir… pero la entrada de unos magos de
oriente de porte real no pudo ser más extraña.
Por
un momento todos se miraron, sin saber qué hacer, ni qué decir. El pudor de una
madre que acaba de dar a luz, la preocupación de un padre que tiene que cuidar
de los suyos, y la inadecuación de unos reyes que esperaban visitar un palacio
corrieron por la mente de todos, como un rayo, en apenas un instante.
Y
en medio de esa parálisis, sin que nadie se percatara, el camello de Baltasar
que era bien pequeñito acertó a meter el cuello por la angosta puerta de la
gruta para furtivamente buscar una brizna de paja, encontrándose con el piecito
del niño rey al cual propinó un generoso lametazo para sorpresa de los padres y
vergüenza de los magos. Se hizo un silencio aún más embarazoso…el niño empezó a
sonreír, y rompió a reír a carcajadas dibujando calurosas sonrisas en los
rostros de todos esos adultos que no sabían cómo actuar.
En
el silencio de una gruta de Belén se escuchaba la risa cristalina de un niño y
los reyes se postraron de rodillas acordándose de sus hijos y sus nietos,
dejaron caer sus coronas y se enternecieron adorando a un infante que reía
porque un camello le había lamido el pie.
María
y José gozaban y ruborizados recibían los presentes de oro, incienso y mirra,
que un día tendrían significado, y fuera, en la puerta de un establo, un
camello pequeñito y desechado había descubierto a unos Reyes que la Natividad sólo se
entiende cuando miramos hacia abajo para encontrar la estrella que no es la
propia, cuando buscamos a Dios en las pequeñas cosas y los lugares no
aparentes, y cuando nos podemos agachar en adoración para torpemente
alimentarnos y así hacemos sonreír a Dios con nuestra pequeñez, que es la suya…
Años
después los padres contarían muchas veces a un Jesús que siempre se gozaba al
oírla la historia del camello que era el último, y acabó siendo el primero.
Cuentan
sus apóstoles que de mayor siempre hablaba de camellos cuando explicaba que en
el Reino de los Cielos, como en Belén con el camello, los últimos y más
pequeños, serán para siempre los primeros.
Jose Alberto Barrera Marchessi
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