Hacemos hoy memoria del santo carmelita Alberto de Trápani o de
Sicilia. Entró en los carmelitas en edad muy temprana. Fue muy apreciado por la
fogosidad de su predicación, por lo que era reclamado de todas las poblaciones
de Sicilia para anunciar el evangelio. Sus numerosos milagros han dejado amplia
huella en las tradiciones populares de su tierra. Se le representa con una
azucena en la mano, símbolo de su amor a la pureza. Murió el 7 de agosto de
1307 y sus reliquias fueron dispersadas por toda Europa para bendecir el agua
de San Alberto, empleada contra la fiebre en tiempos pasados. Su culto fue
confirmado por el Papa Sixto IV en 1476.
Santa Teresa de Jesús le tenía una gran
devoción, por ser el primer santo canonizado de la Orden ,
y pidió a un amigo suyo que tradujera su vida del latín y la hizo imprimir
junto con su obra Camino de Perfección. A pesar de sus esfuerzos, ella no la
vio impresa, ya que se publicó en 1583, un año después de morir la Santa.
Que San Alberto tuvo una devoción profunda a la Madre del Señor, está
atestiguado por más de una de las leyendas antiguas; sería, por otra parte, muy
extraño que un carmelita de las primeras generaciones no poseyera esta nota
mariana de la
Orden. No podemos
atribuir a Alberto todas las características de la piedad mariana desarrollada
por el Carmelo en los siglos posteriores. Podemos indicar, sin embargo, algunas
muy comunes a su tiempo y que se encuentran en textos de la misma época.
María fue venerada por los carmelitas en
sus orígenes como la
Señora del
Carmelo (del lugar donde surgió el eremitorio inicial) y de la
Tierra Santa , ya que era la madre de Cristo,
Señor feudal de aquella tierra conquistada con el precio de su sangre. Por este
motivo, además de la opción, debida al contexto teológico y eclesial, que hacía
que se tuviera a María como punto de referencia espiritual para los que
trataban de comprometerse con la reforma de la
Iglesia , los carmelitas le dedicaron el
oratorio construido en medio de las celdas y así se dedicaron al servicio de la Virgen.
En Ella vieron a la mujer nueva,
obediente a la
Palabra de
Dios, dispuesta a discernir su voluntad plenamente y a realizarla con pureza y
humildad. En este contexto resulta natural contemplar la virginidad de María y
asimilarla como pureza: virtud interior, psicológica y espiritual antes aún
que física, que constituye uno de los puntos fuertes de la espiritualidad de
San Alberto. La obediencia a la
Palabra de
Dios, traducida en obediencia al superior, en vida fraterna desarrollada
plenamente con ánimo puro y transparente a la luz de Dios, capaz de contemplar
la belleza de su voluntad y de traducirla con libertad y fantasía en la vida
cotidiana. La página de la
Anunciación se
convierte en este contexto en una de las referencias naturales y significativas
que atrajeron a los carmelitas de la primera generación.
Por consiguiente, la Madre del Señor se la
contempla como “toda hermosa”, que realiza la novedad traída por su Hijo. Es la
mujer nueva, evangélica, el prototipo de todo cristiano, auténtica «nueva Eva»,
verdadera madre de los vivientes y de los creyentes. La belleza abraza la
existencia toda de María, por eso es Inmaculada, elevada al cielo, plenamente
asociada a la santidad radical del Hijo y resucitada con Él. No nos maravilla,
pues, que los Padres de la
Iglesia , y posteriormente los escritores
medievales, incluido los carmelitas, reconocieran en la nubecilla que subía del
mar e impetrada por la oración de Elías (1 Re 18,44), una imagen de María
Inmaculada y elevada a los cielos.
Una antigua tradición une a San Alberto
con la imagen de la
Madonna di
Trápani: podría haber sido realizada y llevada a Trápani cuando el santo era
Provincial de Sicilia. Es difícil decir cuál sea el fundamento de esta
tradición, pero en la belleza de la imagen de mármol pintado en el busto de la Virgen ,
que tiende la mirada al rostro de su Hijo, en la sonrisa dulce y triste al
mismo tiempo, se pueden adivinar algunos reflejos de la sensibilidad con la que
Alberto tuvo que haber contemplado a la
Madre y
Hermana de los carmelitas. En la mirada de afecto del Niño hacia su madre, pudo
haber reconocido el reflejo de la propia devoción, del amor tierno e íntimo,
nada empalagoso sino comprometido y exultante de quien sabe que, amar y venerar
a María, es desear seguirla a la plena adhesión del proyecto de salvación del
Padre por la humanidad. Ser devoto de María significa hoy, como en tiempos de
San Alberto, sentirse acompañado y sostenido en el camino de la fe, recorrido
concreto de caridad humilde y silenciosa a los hermanos y hermanas, y abierto a
la esperanza de la vida nueva y plena que Cristo nos concede con su Espíritu.
[Artículo tomado con licencia de la
revista Rallegratevi, N. XIX, VI, enero-marzo 2006, pp. 2-10.]
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