Para
entender el relato de la
Transverberación de santa Teresa de Jesús (V 29,13) hemos de
recordar que ella afirma en varias ocasiones que estas cosas no se ven con los
ojos del cuerpo ni se oyen con los oídos, sino que suceden a un nivel más
interior; pero -cuando suceden- queda una certeza mayor que lo experimentado a
través de los sentidos corporales. Usa un lenguaje a veces poético, a veces
simbólico para hablar de experiencias para las que no sirven las palabras
ordinarias. Esto no significa que lo que ella dice no sea cierto. Es verdad,
pero hay que ir más allá de las palabras para entender el mensaje. Es como
cuando decimos que una persona “es dulce como la miel” o “es más buena que el
pan” o que “tiene el corazón de piedra”... Nunca interpretamos estas frases
literalmente, pero sabemos que dicen verdades con un lenguaje figurado. Para
hablar de esta altísima experiencia mística, santa Teresa usó en una ocasión la
poesía (más adelante la veremos) y en otras un lenguaje narrativo (como en el
caso del Libro de la Vida ).
San Juan de la Cruz
también habla de esta experiencia, usando asímismo distintos registros de
lenguaje. Lo que tenemos que recordar es que santa Teresa hizo esas altas
experiencias del amor de Dios, que la abrasaban por dentro y la llevaban a amar
todo lo que Dios ama y a ocuparse de las cosas de Él olvidando las suyas.
Veamos cómo lo cuenta ella misma:
Quiso
el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia
el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla;
aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la
visión pasada que dije primero. En esta visión quiso el Señor le viese así: no
era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de
los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman
querubines, que los nombres no me los dicen; mas bien veo que en el cielo hay
tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría
decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me
parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas
veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba
consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el
dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me
pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el
alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja
de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa
entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare
que miento.
Ya
toda me entregué y di,
y
de tal suerte he trocado,
que
mi Amado es para mí
y
yo soy para mi Amado.
Cuando
el dulce Cazador
me
tiró y dejó herida
en
los brazos del amor,
mi
alma quedó rendida.
Y
cobrando nueva vida,
de
tal manera he trocado,
que
es mi Amado para mí,
y
yo soy para mi Amado.
Hirióme
con una flecha
enherbolada
de amor,
y
mi alma quedó hecha
una
con su criador.
Yo
ya no quiero otro amor,
pues
a mi Dios me he entregado,
y
mi Amado es para mí,
y
yo soy para mi Amado.
Publicado por P. Eduardo Sanz
de Miguel
No hay comentarios:
Publicar un comentario