Concentrémonos
en la frase inicial del Evangelio: «El Espíritu empujó a Jesús al desierto».
Contiene un llamamiento importante en el inicio de la Cuaresma. Jesús
acababa de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la buena
nueva a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino. Pero no
se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un
impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto donde permanece cuarenta
días, ayunando, orando, meditando, luchando. Todo esto en profunda soledad y
silencio.
Ha
habido en la historia legiones de hombres y mujeres que han elegido imitar a
este Jesús que se retira al desierto. En Oriente, empezando por san Antonio
Abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de Palestina; en Occidente,
donde no había desierto de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y
valles remotos.
Pero
la invitación a seguir a Jesús en el desierto se dirige a todos. Los monjes y
los ermitaños eligieron un espacio de desierto; nosotros debemos elegir al
menos un tiempo de desierto. Pasar un tiempo de desierto significa hacer un
poco de vacío y de silencio en torno a nosotros, reencontrar el camino de
nuestro corazón, sustraerse al alboroto y a los apremios exteriores para entrar
en contacto con las fuentes más profundas de nuestro ser.
Bien
vivida, la Cuaresma
es una especie de cura de desintoxicación del alma. De hecho no existe sólo la
contaminación de óxido de carbono; existe también la contaminación acústica y
luminosa. Todos estamos un poco ebrios de jaleo y de exterioridad. El hombre
envía sus sondas hasta la periferia del sistema solar, pero ignora, la mayoría
de las veces, lo que existe en su propio corazón. Evadirse, distraerse,
divertirse: son palabras que indican salir de sí mismo, sustraerse a la
realidad. Hay espectáculos «de evasión» (la TV los propina en avalancha), literatura «de
evasión». Son llamados, significativamente, fiction, ficción. Preferimos vivir
en la ficción que en la realidad. Hoy se habla mucho de «alienígenas», pero
alienígenas, o alienados, lo estamos ya por nuestra cuenta en nuestro propio
planeta, sin necesidad de que vengan otros de fuera.
Los
jóvenes son los más expuestos a esta embriaguez de estruendo. «Que se aumente
el trabajo de estos hombres –decía de los hebreos el faraón a sus ministros--
para que estén ocupados en él, de forma que no presten oído a las palabras de
Moisés y no piensen en sustraerse de la esclavitud» (Ex 5, 9). Los «faraones»
de hoy dicen, de modo tácito pero no menos perentorio: «Que se aumente el
alboroto sobre estos jóvenes, que les aturda, para que no piensen, no decidan
por su cuenta, sino que sigan la moda, compren lo que queremos nosotros,
consuman los productos que decimos nosotros».
¿Qué
hacer? Al no podernos ir a desierto hay que hacer un poco de desierto dentro de
nosotros. San Francisco de Asís nos da, al respecto, una sugerencia práctica.
«Tenemos --decía-- una ermita siempre con nosotros; allí donde vayamos y cada
vez que lo queramos podemos encerrarnos en ella como ermitaños. ¡El eremitorio
es nuestro cuerpo y el alma es la ermita que habita dentro!». En este
eremitorio «portátil» podemos entrar, sin saltar a la vista de nadie, hasta
mientras viajamos en un autobús concurridísimo. Todo consiste en saber «volver
a entrar en uno mismo» cada tanto.
¡Que
el Espíritu que «empujó a Jesús al desierto» nos lleve también a nosotros, nos
asista en la lucha contra el mal y nos prepare a celebrar la Pascua renovados en el
espíritu!
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
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