Santa Teresa, el convento se hace museo
Santa
Teresa, el convento se hace museo
La
restauración del edificio patrimonial rescata las formas de construcción de
1760.
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Angélica Melgarejo / Cochabamba
25 de abril de 2018
LA RAZON
Está
terminado. Un sueño de hace 40 años fue la restauración y no se pudo realizar
entonces por muchos motivos, uno de ellos, el factor económico. Pero gracias a
Dios se ha dado”, afirma el sacerdote Linton Guzmán, director del Convento
Museo Santa Teresa, al abrir a ESCAPE las puertas de la obra arquitectónica más
representativa de Cochabamba, que hoy se muestra remozada.
Este
espacio patrimonial —ubicado en la calle Baptista 0344, casi esquina Ecuador, a
tres cuadras de la plaza 14 de Septiembre—, no solo refleja una parte
importante de la historia de la Iglesia Católica, sino de la tradición del
valle. Está abierta al servicio de aquellos que quieran deleitarse, recorriendo
este centro de espiritualidad que data de la tercera década del siglo XVIII.
El
convento es hogar de las Carmelitas Descalzas —una orden fundada en Ávila,
España, en el siglo XVI por Santa Teresa de Jesús— y fue edificado durante la
colonia en lo que alguna vez fue una huerta, de propiedad de los esposos
Salvador Crespo y Melchora Macías, que donaron las tierras un 4 de noviembre de
1724.
La
intención de la construcción fue dar un sitio a las jóvenes que tengan vocación
religiosa, que hasta entonces debían trasladarse a Sucre, La Paz o Potosí para ingresar
a un monasterio. El 24 de julio de 1757 se logró el permiso para la edificación
que tomó siete años y se realizó bajo la dirección del jesuita Santiago
Cambiazo.
Tres
religiosas, llegadas desde Sucre, fundaron el claustro, que inició sus
actividades el 5 de octubre de 1760. Sus pasillos y habitaciones todavía
reflejan la vida de estas monjas que vivían alejadas de la vida pública en
servicio de Dios. En el lugar, solo podían habitar un máximo de 21 hermanas,
“no más”, señala el arquitecto Simone Pietro Rinaldi, supervisor de las obras
de restauración. Las 21 habitaciones, o celdas, confirman el dato.
Esta
cantidad de religiosas permitía que de forma organizada todas pudiesen
participar de las diferentes actividades en el lugar, desde la preparación de
“tostada” (refresco), helados, fabricación de velas y preparación de hostias,
hasta bordados y otras labores propias del claustro.Han pasado muchos años,
pero en el recinto todavía se conservan los utensilios que eran usados para
estas labores, así como los distintos ambientes destinados a la oración y a los
quehaceres diarios.
Si
bien la tradición se fue manteniendo, con los años la estructura se deterioró,
por lo que al menos 50 obreros trabajaron cerca de cuatro años en la
restauración.
“Las
intervenciones más grandes se hicieron en las cubiertas, teníamos todas las
vigas deterioradas, sobre todo en el empotramiento con las paredes, que se
había podrido”, explica Rinaldi.
Los
techos están sostenidos por vigas de madera y cañahueca; en algunos sectores
están tejidos con cuero, y sobre ellos se encuentran las tejas. Con el paso de
los años se dañaron y se tuvo que cambiar el material en varios sectores.
El
padre Guzmán detalla que todo el material requerido para los cambios fue
comprado en diferentes puntos del país. La madera, por ejemplo, fue traída
desde la Chiquitanía, de San Javier (Santa Cruz), “tenemos curupaú,
jichituriqui”. Se invirtió, solo en madera, 150.000 dólares.
La
cañahueca —al menos ocho toneladas— fue adquirida en Capinota, en el poblado de
Playa Ancha, donde aún crece. Las piezas fueron limpiadas, peladas una a una y,
en algunos casos, tejidas con cuero porque era la técnica para armar techos en
esa época y se deseaba preservar las formas de construcción de la época.
En
el caso de las tejas se bajaron todas, las limpiaron y regresaron a su sitio.
En los lugares que faltaron se pusieron nuevas, conseguidas en los poblados del
valle alto donde conservaban el material, denominado “teja muslera”, porque se
moldeaba en el muslo del artesano. Por ello hay tejas de diferentes tamaños y
grosores, indica Rinaldi.
Las
paredes ahora cuentan con “huayra cañones”, una especie de ventilas que
combaten la humedad y permiten la circulación de aire en los muros que tienen
desde 30 centímetros de grosor hasta 3,20 metros. “Una habitación podría entrar
en ellos”, compara el arquitecto.
La
intervención en la infraestructura deja entrever los pormenores de la
construcción para que el visitante conozca mejor las técnicas que permitieron
su conservación durante cientos de años.
También
se cuidaron los detalles del interior del edificio. Las texturas en las paredes
se conservaron al igual que los empapelados y pinturas hechas por las monjas.
Es el caso del salón Capitular, donde se puede ver la naturaleza en su
esplendor en el Jardín del Edén, plasmado en las paredes, recubiertas por
enredaderas florecientes, pájaros blancos y oscuros, algunos solos, otros en su
nidos.
Según
Rinaldi, las primeras monjas que ingresaron al convento —como se acostumbraba
en la Colonia— eran hijas de familias económicamente pudientes que entregaban
al monasterio no solo a la joven, sino una dote que era invertida en la
construcción de algunos sitios que se superponen a la primera edificación.
Pasillos
cerrados, gradas y otros recovecos fueron descubiertos en el proceso de
restauración. “Pensamos que destruimos una pared, nos asustamos, pero al quitar
el material encontramos unas gradas que conducían a la antigua iglesia y nos
emocionamos”, relata Luis Zelada, maestro albañil y uno de los 20 obreros que
quedaron a cargo de la conclusión de la restauración.
Más
de 50 trabajadores iniciaron la tarea hace seis años. Primero intervinieron
durante dos años, para pasar luego al convento. “El padre y los arquitectos nos
enseñaron mucho, nosotros también dimos ideas para arreglar la estructura y fue
una experiencia inolvidable”, añade.
El
trabajo realizado por estas personas fue registrado por la arquitecta Ximena
Santa Cruz, residente de la obra. Ella plasmó en cuadernos todas las tareas a
detalle. Por eso, Santa Teresa no solo es un lugar para recorrer la historia de
sus habitantes, también guarda estos datos que servirán como enseñanza para
profesionales que incursionen en la restauración.
En
busca de recursos
La
obra, además de muchos años de trabajo, requirió bastantes recursos económicos.
Una parte fue donada por el Fondo del Embajador para Preservación Cultural,
proveniente de la Embajada de Estados Unidos, y otra, por la Orden Carmelita en
España, el Vicariato de Uruguay Paraguay y Bolivia, sin dejar de lado a las
monjas, que entregaron Bs 10.000, fruto de su trabajo, para reparar su casa. La
inversión total superó los $us 1,1 millones.
Todavía
queda trabajo por hacer: falta restaurar las pinturas, tarea que demandará más
dinero porque, según datos proporcionados por el padre Linton, la restauración
de un solo cuadro tendría un costo de entre 8.000 y 10.000 bolivianos.
El
Convento de las Carmelitas fue declarado Patrimonio Nacional Monumental,
Histórico, Cultural y Arquitectónico del Estado Plurinacional en 2012. Ahora
que reabrió sus puertas como museo, ofrece un recorrido histórico en que se
recrea la vida de las religiosas de claustro, quienes desde que dejaban su
hogar en la adolescencia ya no regresaban nunca más a la vida mundana. Al
recorrer por pasillos y habitaciones, se puede percibir la tranquilidad que las
acompañaba.
Las
gradas y pisos marcan el paso del tiempo. Algunos peldaños de madera muestran
el ajetreo y el recorrido que realizaban las monjitas rumbo a la cocina, a la
realización de hostias y vino o a la oración en las celdas donde tenían muy
poco mobiliario; la sencillez y la humildad eran parte de la entrega a Dios.
En
algunas de esas gradas se plasmaron las pisadas de las monjas, marcas de sus
pies pueden verse en los bordes. Si bien los sitios para ellas tenían lo
necesario, los destinados a Dios aún evidencian el máximo esplendor: se
utilizaron los mejores materiales, desde pan de oro hasta enormes pinturas. Son
siete los espacios habilitados para las visitas, que incluyen un dormitorio,
una sala Capitular (lugar de reunión), el patio de rezos el locutorio y la
botica, entre otros.
El
museo atiende a los visitantes de lunes a sábado en dos horarios, de 09.00 a
12.00 y de 14.00 a 17.00. En esas horas será posible ofrecer cinco recorridos,
cada uno de al menos una hora y con 15 a 20 visitantes por grupo con un guía.
El
espacio además cuenta con un sistema de seguridad inteligente que resguarda
cada espacio, para evitar deterioros. Consta de 32 cámaras de alta resolución
con reconocimiento facial, sensores de movimiento y alarmas contra robo.
El
sacerdote Linton reza porque esta obra dé frutos. “Ojalá que la apertura nos dé
algunos recursos. El museo como tal, en la experiencia que tenemos, es muy poco
lo que deja porque no tenemos cultura de visitar museos en Bolivia. Apenas nos
daba para pagar al personal y algo de mantenimiento, y vamos a necesitar mucho
para este tema y para la seguridad. Pero ya el Señor proveerá”, sonríe e invita
a propios y extraños a recorrer el sitio que es conocido como la “Joya de
Bolivia”.
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