Mensaje del P. General, Saverio Cannistrà OCD, en el día de la Virgen del Carmen:
B. V. María del Monte Carmelo
16 de julio 2019
Hoy para toda la Iglesia es el día del Carmelo. El Carmelo era y es
todavía un monte de Palestina, pero ya no es solo eso. Es un lugar del
espíritu, hacia donde tantas miradas y tantos corazones se dirigen para
encontrar lo que deseamos en lo más profundo de
nosotros mismos. Es el horizonte y la meta de nuestros caminos humanos,
que muchas veces se pierden por las sendas retorcidas del mundo,
caminos interrumpidos por nuestras caídas, en medio de la oscuridad. Sin
embargo, el Carmelo está allá y su luz nos recuerda
constantemente la dirección que nos conduce a la meta, como el faro que
da seguridad y confianza a los navegantes.
Es la luz que viene no de un monte, sino de una mujer que, como la mujer
del Apocalipsis, es “vestida de sol”. No el sol que vemos en el
firmamento, sino el “sol de justicia que nos visita de lo alto” y que
brilla eternamente. Es una mujer que es madre y tiene
a un niño entre sus brazos. La luz que resplandece y que nos ilumina es
la luz de su mirada llena de amor para su hijo, es la luz de la
plenitud de comunión. En esta vida no puede haber comunión más grande
que la comunión entre la madre y su hijo. Pero, en
verdad, la madre que estrecha amorosamente a su hijo entre sus brazos
es imagen, signo de un misterio mucho más grande, porque aquel niño,
aquel hijo es Dios, el Dios Hijo que se hizo hijo de María y nuestro
hermano. Fijando la mirada en María, la Madre del
Carmelo, contemplamos el misterio que nos está llamando: misterio de fe
y de salvación, que es a la vez misterio de pobreza y sencillez. El
amor que une María a Jesús no se cierra en si mismo; se abre a cada uno
de nosotros y nos regala una prenda de esta
experiencia ofreciéndonos el escapulario, el signo material de una
realidad espiritual hecha de fe y de amor.
Por otro lado, es curioso el contraste entre la imagen que contemplamos
de la Madre del Carmelo, llena de ternura y de paz, y el evangelio que
acabamos de escuchar, que nos relata el momento más trágico de la vida
de María y de Jesús. Sin embargo, el contraste
no supone ninguna contradicción sino el pleno cumplimiento del mismo
misterio. Nada ha cambiado en la comunión entre la madre y su hijo. Todo
lo contrario: la comunión ha llegado a su cumbre. Madre e hijo ahora
más que nunca comparten la misma obediencia a
la voluntad del Padre y el mismo deseo de entregarse totalmente para la
salvación del mundo. Su amor ya es el “amor más grande” de todos, del
que habla Jesús en la última cena: dar la vida por los amigos. Y el
amigo está allá, a lado de María y del crucificado:
es Juan, el discípulo amado, en el cual todos los discípulos de Jesús
pueden reconocerse. Jesús encomienda su madre a Juan, y Juan a su madre.
¿Por qué lo hace? Hemos dicho que el amor entre Jesús y María es un
amor abierto, que se tiende hacia cada hombre
y cada mujer para acogerlos en el abrazo de Dios. Ahora, en el momento
final de su vida, Jesús quiere que haya una madre y un hijo que se amen
como él ha amado y ha sido amado. Como la relación entre Jesús y su
madre ha sido el espacio para la encarnación,
ahora Jesús prepara el espacio para una nueva presencia de Dios en
medio de la historia de los hombres. Es espacio humilde, sencillo,
domestico: el de una madre y un hijo que van a vivir en la misma casa.
Este es también el espacio del Carmelo de Teresa, un espacio donde
podemos acogernos con el cariño y la solicitud de una madre y de un
hijo. El Carmelo era un monte: ahora es una casa llena de hermanos
revestidos por el mismo hábito de María, por sus mismas
virtudes, que se reciben recíprocamente “como suyos”. Si en el Antiguo
Testamento el sacrificio de Elías sobre el monte Carmelo despertó la
verdadera fe en Jahvé en su pueblo desmemoriado, ahora en la Iglesia de
Jesucristo es el sacrificio espiritual del discípulo,
que se ofrece en el servicio amoroso de cada día, la luz que ilumina el
camino de la fe. Para ofrecerlo necesitamos nosotros también el fuego
de Elías, necesitamos la llama de amor que María guarda en su corazón.
¡Pueda ella prenderla también en nuestros corazones!
Amén
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